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Francesc-Marc Álvaro | No parlen del temple
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07 oct 2016 No parlen del temple

Una de las cosas que más me fascinan de Barcelona –entre tantas– es la recurrente polémica sobre la Sagrada Família. Me fascina casi tanto como la capacidad que tenemos los catalanes de convertir debates técnicos –acentos diacríticos, incendios forestales, deberes de los niños– en gimnasia colectiva para fortalecer el músculo que no tenemos. La Sagrada Família lo tiene todo para este esparcimiento: estética, dinero, turismo, curas y marca. Unas recientes declaraciones del responsable municipal de Urbanismo y Arquitectura han echado nueva leña al fuego, mezclando –como lo haría un amateur en una barra de bar– criterios artísticos y la relación entre público y privado. Cuando eso lo hacía Oriol ­Bohigas, había más nivel, más clase y más estilo.

No me creo que cuando hablamos de la Sagrada Família nos dediquemos sólo a contraponer una estética contra otra. Por detrás, por encima y por debajo de esta discusión hay el magma más brillante y más infecto de nuestra tribu: los unos contra los otros. En el siglo XV, estaban la Busca y la Biga, la cosa viene de antiguo, no es un mal de hace cuatro días. El cargarse la Sagrada Família –tan legítimo como su enaltecimiento, pero no en un cargo pú­blico– es el sustituto de otra cosa. En Catalunya, todavía existe una mentalidad primaria que añora –no osa decirlo– aquella ciudad quemada de iglesias humeantes, es la pulsión sectaria que podemos sofisticar poniendo adjetivos como libertaria, etcétera. Es el resentimiento contra un éxito que no fue promovido por los mandarines, es la mala sombra contra un negocio que no controlan los buenos de la película, es el anticlericalismo todo a cien por la puerta de atrás. Es, en definitiva, una oportunidad para demostrar cuánto de modernos son algunos que hace décadas que viven en una modernidad de pecera congelada.

Naturalmente, la administración tiene siempre la obligación de dictaminar dónde acaba el interés público y dónde empieza el interés privado, a la hora de transformar una calle en beneficio de la Sagrada Família o cuando da el visto bueno para construir un centro comercial. Obviamente, también debe preguntarse si la Sagrada Família constituye –como el campo del Barça, pongamos por caso– un patrimonio colectivo además de una propiedad particular. Afortunadamente, los funcionarios municipales acostumbran a evitar muchos errores de los políticos, también de aquellos que pretenden tener un momento de gloria.

Que nuestra ciudad tenga un templo que es famoso mundialmente no me parece una desgracia, como algunos sugieren. La Sagrada Família nos proyecta, guste o no. Lo que se ha hecho sobre la obra de Gaudí puede ser calificado de más o menos acertado, de sublime o de nefasto, pero este ya no es un asunto político. Necesitamos un nuevo Copito de Nieve para que algunos cambien de tema.

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