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Francesc-Marc Álvaro | Un lloc prohibit
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20 ene 2017 Un lloc prohibit

Mediados de los años setenta. La ciudad todavía es pequeña, todo el mundo se conoce. El Teatro Chino de Manolita Chen llega cada año por la fiesta mayor o por la Feria de Noviembre (la memoria mezcla las hojas del calendario) y monta su estructura en la plaza de las Casernes, junto al pabellón deportivo. Grandes carteles anuncian el espec­táculo, que no es ni un teatro ni un circo, pero semeja ambas cosas. Los artistas se quedan una semana o quizás más. Los jubilados son el público más fiel. Los chiquillos –nosotros– pasan delante de aquel entoldado un mediodía, y se dan cuenta de que, en uno de los lados, hay una apertura que permite ver el interior. Fascinados, los niños se adentran. Teatro Chino suena a película de Fu Manchú, a historieta de Tintín, a aventura del sábado por la tarde, cuando todos los héroes ganan. Los chicos esperan ver a Manolita Chen, que debe de ser una mujer sensacional, y a los chinos, y quizás algún secreto escondido en aquel espacio, que es “sólo para mayores”. Son los años de los primeros cines S, del destape, los años en que el quiosco de la Rambla tiene revistas con chicas desnudas, que algunos parroquianos compran a escondidas, poniéndolas dentro del Mundo Diario y del Tele/eXpres. Son años de vértigo, de cosas viejas y nuevas que se van mezclando.

El interior del Teatro Chino es ­oscuro y huele raro. Los chavales entran con una mezcla de temor y placer, han escuchado que los mayores hablan de este lugar, siempre con medias palabras. Que si las piernas de las chicas, que si los chistes, que si la música y el ambiente… Son demasiado pequeños para entender aquellas expresiones adultas, sólo saben que aquel sitio –decadente, tronado, rancio– es importante porque allí suceden cosas especiales, extraordinarias. Avanzan lentamente, como los ladrones que han entrado a robar. Se de­tienen. Han oído un ruido. Se miran los unos a los otros. No saben qué hacer. De pronto, dos figuras salen de algún rincón. Un hombre pequeño, ­vestido con un mono azul, acompañado de una mujer con albornoz y un cigarrillo en la mano. “¿Quién hay?”, pregunta el hombre mientras retira unas cuerdas del suelo. “¿Quién hay?”, repite, esta vez con un tono menos amistoso. Los ­niños salen corriendo espiritados, ­gritan y ríen. “¡La madre que os parió!”, suelta el hombrecillo. Una vez fuera, unas calles abajo, los niños empiezan a reinventar lo que han vivido y añaden salsa: que si la mujer era muy alta, que si el hombre llevaba un perro, que si dos chinos han salido a perseguirlos…

A principios de este año ha muerto Manolita Chen, el alma de una industria de lentejuelas y kilómetros que convivía con la censura. Aquellos niños nunca pudieron ver ninguna función del Teatro Chino, el negocio desapareció antes de que fueran adultos. Fu Manchú todavía los espera.

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