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Francesc-Marc Álvaro | Estrangers inadvertits
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03 feb 2017 Estrangers inadvertits

Los episodios de racismo –próximos o lejanos– nos recuerdan que los prejuicios más primarios pueden hacer imposible la convivencia. La estigmatización de personas por su origen, su color de piel, su religión, su lengua o sus costumbres es incompatible con la democracia y con los derechos humanos. A pesar de eso, varias formas de racismo y xenofobia asedian las sociedades más desarrolladas, lo cual siempre hace pensar en la fragilidad de valores constructivos como el respeto y la tolerancia. Entre nosotros, la buena noticia es que ningún partido populista xenófobo ha conseguido consolidarse y amenazar seriamente las instituciones. A diferencia de lo que ocurre en Francia, Holanda o Alemania, los votantes españoles y catalanes han hecho poco caso de este tipo de ofertas, excepto en algunas localidades.

¿Significa eso que estamos libres de este peligro? Cuando el PP recogía firmas contra el nuevo Estatut, se hizo evidente que el partido de la derecha había decidido convertir el factor catalán (no el factor explícitamente nacionalista) en el enemigo interior que podía cohesionar, movilizar y hacer crecer su perímetro electoral y social. ¿Quién necesita apelar a los inmigrantes si puede utilizar el espantajo de unos españoles sospechosos y anómalos? El extraño no es el musulmán, ni el judío, ni el negro, ni el extranjero. El extraño –en este caso– es un ciudadano de España que presenta una españolidad que se interpreta “deficiente” o “equívoca” o “impura”. La eclosión independentista posterior confirmó en los promotores de la mencionada estigmatización que habían actuado correctamente: si son españoles dudosos, merecen ser tratados como un cuerpo extraño dentro del Estado. Por eso hay artículos que en el texto estatutario catalán fueron eliminados mientras se conservaron –idénticos– en estatutos de otras autonomías. Prejuicio en estado puro, con el sello de calidad del TC.

La catalanofobia es más importante de lo que parece para comprender la situación actual. Porque está en relación directa con el menosprecio con que el PP –y una parte importante del PSOE– ha tratado las reclamaciones catalanas –repito: cuando no eran independentistas– de más autogobierno y financiación justa. En cambio, ni los vascos ni los gallegos –para hablar de naciones históricas– han sido objeto de este tipo de discursos; ni cuando ETA mataba con terrible rutina se generó nada equivalente.

Populismo racista y populismo catalanófobo. Cuando el PP recogía firmas contra el Estatut, hacía populismo gordo y jugaba con fuego. Por eso las aproximaciones teatrales de Rajoy y sus ministros a Catalunya –con o sin operación diálogo– se mueven entre el paternalismo neocolonial, la advertencia amenazadora y la propina ­caprichosa. Dicen combatir la independencia, pero nos ven siempre como extranjeros.

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