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Francesc-Marc Álvaro | Un tirà a Washington?
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23 feb 2017 Un tirà a Washington?

Los titulares son aciagos: “Trump fuerza más deportaciones”. La pesadilla se convierte en realidad y una tierra que ha sido meta de emigrantes de todo el mundo va a expulsar a miles de personas, de una forma que contradice la misma esencia de la República que fundaron hombres como Washington, Jefferson, Adams o Franklin. En su crónica de ayer, Jordi Barbeta explicaba que todos los simpapeles pueden ser deportados, excepto los denominados dreamers de Obama, los niños que cruzaron ilegalmente la frontera y que han crecido en el país, a los que el anterior presidente facilitó permiso de trabajo. Pronto quizás veremos en los telediarios escenas propias de una sociedad distópica, como las que plantean varias novelas, películas y series de televisión. Ante las políticas xenófobas y de mano dura de Trump, cabe hacerse una pregunta: ¿puede el líder de la mayor democracia del planeta actuar como un dictador? A esta cuestión le sucede otra, no menos relevante: ¿aceptará la sociedad ­estadounidense que su presidente impulse medidas propias de un régimen autoritario o ­totalitario?

El nuevo inquilino de la Casa Blanca descoloca a los analistas. ¿De charlatán grotesco a dictador en potencia? Pensábamos que el vestido presidencial rebajaría la densa demagogia que Donald Trump exhibió como candidato. Pensábamos que la grandeza de la institución le invitaría a aterrizar en la moderación pragmática propia de la realpolitik. Los límites que Trump desafió durante su agresiva campaña acabarían imponiéndose –augurábamos– a modo de sentido común sobre un neófito en la gestión del interés general. Pero los primeros días del presidente-hombre de negocios son más que inquietantes. Y dan un nuevo sentido a lo que escribió Thomas Paine en 1776, durante los agitados días de la revolución, cuando los norteamericanos luchaban contra la tiranía que identificaban con el rey inglés: “Todos los lugares del viejo mundo están invadidos por la opresión. La libertad es perseguida en todo el globo. Asia y África hace tiempo que la han expulsado. Europa la mira como si fuera una extraña, Inglaterra le ha dado una advertencia para que parta. ¡Ah, recibid a la fugitiva y preparad a tiempo un asilo para la humanidad”.

Lo que está ocurriendo ahora mismo indica que Estados Unidos podría dejar de ser muy pronto ese “asilo para la humanidad” que anunció el brioso autor de El sentido común. A los arquitectos de la independencia norteamericana les obsesionaba que el presidente pudiera reproducir los vicios y abusos del monarca británico, de ahí el complejo juego de contrapesos entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. A diferencia de los caudillos libertadores de la América hispana, George Washington y los que le rodeaban sentían un rechazo sincero y profundo por el “ordeno y mando”. Como ilustrados racionalistas, anhelaban una República de leyes al servicio de una sociedad sin privilegios. Dado que el primer presidente era un general y estaba al frente de las tropas insurgentes, el cargo quedó unido –hasta hoy– al de comandante en jefe de las fuerzas armadas. A pesar de ello, nunca los estadounidenses han sufrido un golpe militar ni los profesionales de las armas han cuestionado la preeminencia del poder civil.

Pero el temor a un dictador, a un tirano surgido de las entrañas del sistema, ha existido y existe todavía en la mentalidad estadounidense, sobre todo en los ambientes liberales, que aquí llamaríamos progresistas. En este sentido, el estilo de Trump reaviva un fantasma que bebe de episodios reales, como la caza de brujas del senador McCarthy –en los cincuenta– contra todo lo que oliera a comunismo o inconformismo. En el contexto de la guerra fría –dado a toda suerte de paranoias– no era difícil fantasear con una eventual subversión de los principios constitucionales para hacer frente al ­poderoso enemigo exterior soviético. John Frankenheimer –cineasta con varias películas políticas en su haber– rodó en 1964 una obra brillante de historia ficción, que resumía perfectamente ese miedo a una nueva tiranía surgida del complejo militar-industrial y su lógica antipolítica: Seven days in may.

Basada en la novela del mismo título de Fletcher Knebel y Charles W. Bailey II (publicada en 1962 y editada en español por Destino en 1963, sin que la censura se apercibiera de la crítica implícita que hacía a Franco), la película narra la conspiración del general Scott (un Burt Lancaster magistral) para derrocar al presidente Lyman, que ha firmado un tratado con la URSS para reducir el arsenal nuclear. He vuelto a ver esta cinta movido por las preguntas que me hago sobre Trump, que no es militar pero es un general de los negocios. Y he leído la novela que la inspiró. En ella doy con esto. Habla Lyman: “Quizá llegué demasiado tarde. El clima para la democracia está peor que nunca en nuestra nación. Quizá el general Scott crea tener la salvación en sus manos. Si lo cree sinceramente, está lamentablemente equivocado y lo compadezco”. A veces, la ficción tiene el poder de anticipar la realidad.

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