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Francesc-Marc Álvaro | L’ego intacte
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07 abr 2017 L’ego intacte

Norman Mailer escribió un artículo sobre Lyndon Johnson en el que deja caer una sentencia muy útil para comprender algunas cosas que se repiten en tiempos y lugares muy diferentes: “La última posesión de la propiedad política es el ego, el ego intacto, el ego bruñido por la llama institucional y reverencial”. Según el escritor norteamericano, “los hombres cuya vida se construye sobre el ego pueden morir de cualquier enfermedad dolorosa excepto una: no pueden resistir la disolución de su ego, pues en ese caso no les queda nada con que hacer frente a la emoción, nada salvo arrastrarse a los pies del enemigo; es el precio primitivo que pagar por la posesión de propiedades que carecen de valor moral”. La pregunta es obligada: ¿pesa más el ego o la verdad cuando la chapuza ilumina el rincón oscuro?

El ego es el refugio final mediante el cual el deshonor puede disfrazarse de simple descuido, desmemoria o impericia. Es mejor pasar por ser algo tonto que cargar con la culpa de apagar “la llama institucional y reverencial” a la que aludía el autor de Los desnudos y los muertos. Al político que lleva décadas montado en el coche oficial se le supone un gran oficio, que no deja de ser la coraza de ese ego entendido como tesoro que hay que proteger. Pero el político superviviente no puede contenerse y, ante las preguntas del rival bisoño que le irrita, comete el error de jactarse de su larga experiencia, comete el desliz fatal: asoma entonces la bandera de la impunidad debajo del orgullo desbocado. Se reivindica –guardián de su ego– como el servidor fiel a la patria, al Estado, a la administración y a todo eso que su acción –precisamente– denigra y corroe. El cortocircuito es sensacional y más lo sería si eso ocurriera en una democracia sin miedo a los fantasmas. “No sabe usted con quién está hablando” es la versión castiza de este breve momento de realidad que rompe la fábula del leal servidor.

La verdad rebota sobre el ego del profesional del gobierno como el agua sobre un paraguas. Hay capas y capas de eso que ahora sólo identificamos con Trump. No habrá perito alguno que certifique lo evidente porque lo evidente ha dejado de serlo, mientras la expresión buena fe deviene en el estribillo que el ego proyecta con el gesto aprendido del que manda y ha mandado, del que sabe también decenas de secretos acerca de otros que mandan y quieren seguir mandando. La obscenidad del espectáculo no está, como dicen algunos, en los epítetos más o menos afortunados del adversario, sino en esa recurrente mención a “la buena fe”.

No pasará nada. El ego bruñido quedará preservado y santificado en el bosque de trienios infinitos y lo evidente irá formando parte del olvido rápido e indoloro. Y todos seguiremos felices –exministros, ciudadanos, esqueletos y perros– como turistas de la vergüenza.

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