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Francesc-Marc Álvaro | Memòria catalana d’ETA
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20 abr 2017 Memòria catalana d’ETA

ETA ha entregado recientemente las armas y hace casi seis años que anunció oficialmente que ponía fin a la lucha armada. Mientras el Gobierno Rajoy, el PP y los medios de la derecha son terriblemente avaros a la hora de celebrar estas noticias, la sociedad vasca y navarra y sus instituciones lo viven con esperanza, satisfacción y voluntad de recoser un país roto por décadas de violencia. El reto es enorme y comporta, entre otras acciones, intentar elaborar un relato que ayude a la reparación de todas las víctimas y al asentamiento de una nueva cultura política, totalmente distinta de la que mantuvo al terrorismo. Todo eso no es nada fácil, por descontado.

Cualquier conflicto genera una diversidad de memorias que deben convivir de la forma menos mala posible una vez las armas han callado. Antes de querer dar lecciones a vascos y navarros sobre la gestión de la memoria colectiva traumática, hay que reconocer que la sociedad española no ha resuelto de manera ejemplar su relación con el pasado reciente. La memoria colectiva de la II República, de la Guerra Civil y del franquismo sigue siendo motivo de disputa entre fuerzas políticas y también rezuma actitudes inquietantes que no siempre encajan en un talante democrático. Unos simulan que el franquismo fue un pie de página anecdótico y otros idealizan las trincheras de antaño. A unos les cuesta condenar la dictadura y a otros les cuesta admitir que no todos los que lucharon contra Franco eran demócratas.

ETA, que surgió bajo el franquismo y se prolongó durante el periodo democrático, es un fenómeno que forma parte de la memoria de varias generaciones. Una memoria tan cambiante como la experiencia y la mentalidad de los individuos. A cada contexto histórico corresponde una mirada diferente. Los mismos que se alegraron cuando los etarras atentaron contra Carrero Blanco en 1973 se manifestaron con el alma en un puño contra el asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco en 1997. No hace falta ser psicólogo ni sociólogo para constatar que el manejo de la memoria de ETA es un asunto altamente delicado, no sólo por las muchas capas que se sobreponen, también porque junto al resentimiento que provoca toda violencia está el uso partidista que el PP ha hecho –sobre todo contra el gobierno de Zapatero– de las asociaciones de víctimas, unas entidades que deberían quedar siempre al margen de la reyerta política.

Ahora, cuando entramos en lo que todos los expertos consideran el final definitivo de ETA, echo de menos más atención a la memoria catalana de lo que ha representado este terrorismo, que también dañó –y mucho– nuestro país. Estamos hablando de unas ochenta acciones etarras en territorio catalán, de 54 muertos y más de 200 heridos. Todo el mundo recuerda los peores episodios: Hipercor, el cuartel de la Guardia Civil de Vic, el aeropuerto de Reus, seis policías nacionales en Sabadell, el mosso d’esquadra Santos Santamaría, los concejales populares José Luis Ruiz y Francisco Cano, y el exministro socialista Ernest Lluch. Estos atentados nos golpearon, pero tengo la sensación –reconozco que es una impresión subjetiva– de que hemos tendido a colocarlos en un rincón poco iluminado de la memoria colectiva, como si molestaran. ¿Un exceso de silencio? La frontera que separa la contención de la indiferencia es un papel de fumar.

Catalunya ha sufrido a ETA como el que más y, demasiado a menudo, no lo parece. Sólo en el atentado del supermercado Hipercor, el 19 de junio de 1987, fueron asesinadas 21 personas, y 45 quedaron heridas. ¿Por qué cuesta tanto que Catalunya aborde de manera más explícita y más valiente esta historia de dolor provocada por la violencia con coartada ideológica? Sería fácil atribuir este fenómeno a la vasquitis de ciertos entornos, un seguidismo que ahora está en retroceso, afortunadamente. Hay que pensar a fondo. El asunto no permite simplificaciones. Lo que resulta extraño –por no decir incomprensible– es que, incluso después del atentado de Hipercor o del asesinato de Lluch, hubiera algunos sectores de la sociedad catalana que no se dieran cuenta de lo que era de veras aquella organización que hablaba con las bombas. Este es un ángulo muerto del relato al cual deberemos acceder –lo antes posible– si queremos ser honestos con nosotros mismos. Justamente porque el nacionalismo catalán optó por formulaciones pacíficas y democráticas, este ejercicio se puede hacer sin necesidad de caer en sobreactuaciones de ningún tipo. Sólo los frikis y los activistas de la difamación son capaces de vincular el proceso catalán con ETA.

Uno de mis mejores amigos vivió amenazado durante unos años por ETA. Afortunadamente, hoy lo puede explicar, con una sonrisa que sólo tapa a medias la desazón fosilizada. Su caso –por ejemplo– forma parte de esta memoria colectiva incómoda que tendremos que saber elaborar, con verdad y generosidad, también con empatía y respeto. La Catalunya maltratada por ETA no puede ser un relato secreto que sólo las víctimas guardan en el silencio de su hogar. Debemos abrazarlo con dignidad. Es parte de nuestra historia.

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