05 sep 2019 Caña a los rusos
Este agosto he leído un libro delicioso de John Steinbeck titulado Viajes con Charley, editado en castellano por Nórdica. En él explica el largo periplo que hizo en 1960, en compañía de su perro, para explorar su país, Estados Unidos, de costa a costa, en una camioneta que llevaba incorporada una caravana. El escritor descubre una sociedad en mutación y sabe distanciarse de lo que es aparentemente normal, para subrayar que no hay nada más exótico y más inquietante que lo que nos es más cercano. El sentido del humor que empapa la narración, elegante y bien dosificado, consigue que algunas grandes cuestiones vayan fluyendo como si nada, mientras el viajero atraviesa diferentes estados y habla con personas de todo tipo.
Charlando con un tendero de Minnesota, Steinbeck trata de saber qué piensa la gente sobre la política. Situémonos: plena guerra fría, Eisenhower en la Casa Blanca, el miedo al apocalipsis nuclear es la fábula de moda, y el enemigo oficial es la Unión Soviética. Kennedy todavía tiene que llegar, los negros todavía son víctimas de la segregación racial y la contestación contracultural todavía se está incubando. ¿Habían perdido los norteamericanos las ganas de discutir sobre los asuntos políticos? El escritor se lo pregunta, y su interlocutor considera que la gente se desahoga de otra manera: “No hay día en que alguien no empiece a repartir contra los rusos”. El enemigo exterior hace su función y el viajero lo resume perfectamente: “Quizá todo el mundo necesita unos rusos. Apuesto lo que quiera que incluso en Rusia tienen rusos. Quizá los denominan americanos”. Una lección de alteridad y de empatía básicas.
Ha llovido un poco desde 1960. ¿Quién hace el papel de los rusos hoy en día? ¿A qué rusos tememos y atacamos?
La caída del muro de Berlín y la desintegración del imperio soviético borró el enemigo exterior oficial de las democracias occidentales. Después de los atentados del 11-S, el enemigo fue el yihadista (y todas sus ramificaciones exactas e inexactas). Si Steinbeck resucitara y hoy diera un paseo por la América que vota Trump, escucharía a personas que afirman que “no hay día en que alguien no empiece a repartir contra los inmigrantes sin papeles, los musulmanes, los colectivos LGTBI, las feministas y los periodistas y políticos con posiciones liberales”. Recuerden que, en ese contexto, liberal significa progresista. La polarización de la guerra fría parece un juego de niños al lado de la de hoy. El enemigo exterior ha sido sustituido por el enemigo interior.
La revista The Economist, en uno de los números del pasado agosto, publicó un artículo muy interesante sobre la libertad de expresión y las dificultades de mantener un debate democrático que no sea secuestrado por los extremos. Su diagnóstico es preocupante pero incontestable: “A medida que las sociedades se han vuelto más polarizadas políticamente, muchas personas han llegado a creer que el otro bando no sólo está equivocado, sino que es malvado. Su objetivo real es oprimir a las minorías (si están a la derecha) o traicionar a Estados Unidos (si están a la izquierda)”. Trump ha contribuido enormemente a esta caricatura, pero también ciertos sectores de la izquierda – The Economist habla de entornos universitarios– que propugnan silenciar como sea los mensajes de los que discrepan, alegando a menudo que las palabras son una forma de violencia con efectos traumáticos, sobre todo para grupos desfavorecidos. La prestigiosa publicación pone un ejemplo esclarecedor de cómo ciertas discusiones públicas acaban siendo imposibles: “Una de las razones por las cuales el debate sobre los derechos de las personas transgénero en Occidente se ha vuelto tan venenoso es que algunas personas son genuinamente transfóbicas. Otra es que algunos activistas transgénero acusan a las personas que simplemente no están de acuerdo con ellos de pronunciar el discurso del odio y piden que la policía actué contra estos”. Estamos encajonados, muchas veces, entre bandos que tratan de imponer la exclusión y la censura a toda costa, con argucias que han convertido el delito de odio en una especie de comodín que se pretende utilizar de manera mecánica y preventiva para imponer una determinada idea, siempre con la actitud de quien cree tener una u otra forma de superioridad moral. Cuando ahí juegan autoridades policiales y judiciales –lo hemos visto recientemente–, la arbitrariedad está servida y entramos en la dimensión desconocida.
La polarización de la guerra fría parece un juego de niños hoy, cuando el enemigo exterior ha sido sustituido por el interior
En Barcelona, Catalunya y España también ocurre –quizá con menos intensidad– lo mismo que en el paisaje descorazonador donde se mueve Trump. Allí y aquí, la polarización política descontrolada arrastra el debate de las ideas hasta una selva donde todos los argumentos son deformados y aplastados por dos lógicas tóxicas en combinación: la de la política como simple reducción amigo-enemigo (nuestros rusos de turno) y la del diálogo como territorio de censura, autocensura e intolerancia ejercida con total satisfacción. No es sólo una inercia en las redes sociales, es un clima que nos hace cada vez más pequeños y más tontos.