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Francesc-Marc Álvaro | Meter esa palabra
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26 sep 2019 Meter esa palabra

El primero de todos los combates es siempre por las palabras. Así ha sido desde mucho antes de que los expertos en el relato político hicieran su aparición estelar como magos que prometen victorias electorales. Etiquetar la realidad es el poder máximo, previo a ejercer cualquier otro tipo de poder. Con ello se crean los marcos de sentido y se generan las referencias que se imponen a otras visiones, distintas y/o antagónicas. La palabra terrorismo tiene la capacidad de transformar, alterar y rehacer los marcos de sentido abruptamente. Las connotaciones que arrastra el término terrorismo pueden romper fácilmente los marcos preexistentes y provocar cambios agudos en la percepción de la realidad entendida como actualidad. También es una palabra-dique: bloquea los debates, alienta la simplificación y sirve para expulsar del campo a ciertos interlo­cutores.

 

A diferencia de lo ocurrido en el País Vasco, en Catalunya no se consolidó –ni durante la dictadura ni durante la transición– un terrorismo vinculado al nacionalismo ni a otros espacios ideológicos. Existieron algunos elementos partidarios de la violencia y operó, como es sabido, Terra Lliure, organización minoritaria que llevó a cabo pocos atentados, se movió en la pura marginalidad y nunca gozó de apoyo social ni de influencia política. Que Terra Lliure no se convirtiera en otra ETA –estaba muy lejos de conseguirlo– fue una suerte para todos. El rechazo general y contundente de la sociedad catalana a esas aventuras –también del mundo nacionalista– fue clave para ello. Además, gracias a la mediación de ERC, durante la etapa de Josep-Lluís Carod-Rovira y Àngel Colom en la dirección, los últimos de Terra Lliure abandonaron ese camino sin sentido.

 

Las acciones de los CDR no tienen nada que ver con lo que conocemos como terrorismo, ni de lejos

 

El nuevo soberanismo catalán, el que crece rápidamente a partir del año 2010, conoce y ha interiorizado los errores principales del independentismo minoritario de los años setenta y ochenta: ni marginalidad ni coqueteo con la vía armada. La ANC, y por supuesto Òmnium, hacen gala en todo momento de posiciones pulcramente pacíficas. Los tres partidos que articulan el independentismo político están en la misma lógica pues saben que lo contrario, además de ser inaceptable, sería social y políticamente desastroso, y letal para la propia causa. A pesar de esta realidad incontestable, en el 2017, una vieja gloria del PP, Jaime Mayor Oreja –exministro del Interior de Aznar–, afirmó sin despeinarse que “el proyecto de ETA, el proyecto de ruptura con España está vivo en Catalu­nya”. Obviamente, no aportó prueba alguna para sustentar su tesis. La obsesión de ciertos entornos políticos y mediáticos es poder aplicar la plantilla vasca a la crisis catalana; piensan que así el Estado podrá liquidar el problema con más facilidad, porque ese relato ya está muy rodado y habilita a los poderes ejecutivo y judicial para determinados enfoques, imposibles de otro modo. Hay que recordar aquí una reflexión de Alberto Oliart, que fue ministro de Defensa y de otras carteras en varios gobiernos centristas de la transición. Lo dijo en agosto del 2010 a La Voz de Galicia : “En Catalunya nunca habrá tiros, pero democráticamente son capaces de poner al Estado español contra la pared. En Euskadi es un problema de violencia, pero no tiene la rotundidad de Catalunya”.

 

La aparición de los CDR (Comitès en Defensa de la República) fue vista por algunos como una oportunidad de meter la palabra terrorismo en la descripción del cuadro del proceso catalán; si protestan ruidosamente, cortan carreteras y vías de tren y queman neumáticos, tal vez se les pueda calificar de terroristas, pensó alguien. Lo intentaron con dos personas, Tamara y Adrià Carrasco, pero, finalmente, quedó claro que no había base alguna para ello. Las acciones de los CDR no son compartidas por todos los independentistas, pero no tienen nada que ver con lo que conocemos como terrorismo, ni de lejos. Les invito, por ejemplo, a que revisen imágenes de las intensas protestas que protagonizaron los mineros del carbón de Asturias y León el 2012. Se enfrentaron a los antidisturbios de la Guardia Civil usando todo tipo de material, incluidos bazucas caseros para lanzar material pirotécnico; la estampa de esas protestas es la de una verdadera guerrilla urbana. No recuerdo que a nadie se le ocurriera entonces calificar a los mineros de terroristas ni tampoco que se les acusara de rebelión o de sedición. No había necesidad política de forzar tanto el lenguaje. En Catalunya, parece que sí.
 
 
 
Se comprenderá que muchos seamos escépticos ante los informes policiales repletos de verbos en condicional y circunloquios hipotéticos, ante unos acusados de terrorismo a los que no se aplica la ley antiterrorista y a los que se relaciona inicialmente con el delito de rebelión (algo que nunca sucedió con los etarras). Se comprenderá que también nos preocupe que la presunción de inocencia sea un fósil en manos de ciertos políticos y de ciertos medios. George Orwell explicó perfectamente este triste fenómeno: “Cuando el ambiente general empeora, el lenguaje lo acusa”.

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