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Francesc-Marc Álvaro | Ucronía 2010
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03 oct 2019 Ucronía 2010

Hablamos en Madrid del proceso catalán gentes que discrepamos sobre el fondo del asunto, pero coincidimos en algunos puntos –no todos– del análisis de lo sucedido hasta hoy. En un momento del debate, servidor de ustedes pone sobre la mesa algo que se inscribe dentro de la llamada historia contrafactual: ¿Qué habría pasado si el PP no la hubiera tomado con el Estatut catalán del 2006? ¿Qué habríamos vivido si la derecha española no hubiera usado ese texto aprobado en referéndum para su ventajismo electoral? ¿Y qué habríamos podido hacer si el Tribunal Constitucional no hubiera recortado y vaciado la ley principal del autogobierno de los catalanes? Se trata de una ucronía, por supuesto. Pero tiene sentido preguntarse por ello cuando se especula sobre cómo salir del bucle y cómo hacer política de verdad, no gesticulación ni electoralismo espasmódico.
 
Hagamos algo de arqueología. Recuerden que en el referéndum del Estatut del 2006, impulsado por el president Pasqual Maragall, dos par­tidos abogaron por el no, por razones distintas. El PP con­sideraba que el texto se salía del marco constitucional y era sospechoso, mientras que ERC afirmaba que el proyecto se había devaluado durante su transacción en Madrid, donde Artur Mas –entonces jefe de la oposición en el Parlament– negoció con el presidente Zapatero. A la hora de la verdad, el Estatut contó con el apoyo de la centralidad política de ese momento, articulada por convergentes, socialistas y poscomunistas. Extramuros del consenso quedaron populares, republicanos y la CUP, que no tenía el protagonismo que adquirió más tarde. Por otro lado, Cs todavía estaba en sus primeros pasos. En términos sociales, ese Estatut era asumido por una gran mayoría del país, aunque la participación en el referéndum fue ciertamente baja.
 

¿Qué habríamos vivido si la derecha española no hubiera usado el Estatut del 2006 para su ventajismo electoral?


 
La iniciativa ideada por el president Maragall buscaba reforzar el autogobierno, asegurar su mejor financiación y consolidar el reconocimiento de Catalunya como nación dentro de España. Fue la última expresión del catalanismo político clásico, pero embarrancó. La crisis económica global se solapó a la crisis institucional que desató el fallo del TC sobre el Estatut, y se puso en marcha lo que culminó en otoño del 2017 con una declaración de independencia simbólica y la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Los que más poder tenían fueron los más irresponsables, eso no debe olvidarse: El PP había pedido firmas en la calle contra el Estatut catalán. El PSOE, a pesar de la solemne declaración de Granada del 2013, quedó atrapado en el relato territorial de la derecha. El socialismo catalán sufrió un gran desgaste a causa de ello.
 
Parecía que Pedro Sánchez estaba llamado a escapar de esa telaraña, pero no va por ahí. Invocar el 155 como mensaje fetiche electoral y repetir que lo de Catalunya “es un problema de convivencia” no es muy congruente con la actitud de Miquel Iceta, que emite constantes mensajes de distensión en el Parlament. ¿Podría ser que el PSC tuviera más sentido de Estado que el PSOE? Es paradójico, pero tiene explicación: los socialistas catalanes no se engañan sobre la resistencia y el arraigo del independentismo, y saben que cualquier escenario futuro no puede excluir a dos millones de votantes. A diferencia de los populares, y no digamos Cs, el PSC es una organización cuya importante presencia real en la sociedad y las instituciones le da un conocimiento afinado del conflicto. Por ello, lo que algunos denominan bloque constitucional no funciona en Catalunya como reza cierta propaganda. Sirva como ejemplo de ello algo muy reciente: alguna prensa de Madrid vende como una traición a España que el PSC no preste apoyo a la moción de censura de Cs contra el president Torra, un aquelarre sin recorrido pensado solamente para dar publicidad a la nueva cabeza de lista autonómica.
 
Daniel Innerarity sostiene que la búsqueda de una solución a la crisis catalana –no de una mera salida– pasaría por la lógica de la segunda mejor opción de cada una de las partes del conflicto. Dando por sentado que los planteamientos de máximos deberán ser guardados para desencallar. Eso nos conecta con la ucronía planteada al principio de estas líneas: ¿sería el Estatut del 2006 sin los recortes del TC una segunda opción plausible para comenzar a hablar? Esta posibilidad parece hoy inabordable y provoca gran escepticismo, como es lógico. Catalunya, España, la política y todos nosotros hemos cambiado desde el 2010, el mundo de ayer no volverá. Por tanto, rebobinar no sería un verbo adecuado ni productivo. Pero, sin caer en nostalgias, y asumiendo que las circunstancias modifican los significados, alguien debería estar pensando en la cadena de despropósitos que desembocó en la sentencia del TC sobre el Estatut. Para repescar de ese cuadro lo que pueda ser aprovechado cuando tengamos –en Madrid y Barcelona– dirigentes capaces de actuar más allá de la zanahoria electoral. Cuando aparezcan líderes que puedan hablar de otro modo a los suyos y a los demás, como si cada palabra dicha no fuera un espejismo, un placebo o una coartada.

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