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Francesc-Marc Álvaro | Tienen mi solidaridad
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21 feb 2020 Tienen mi solidaridad

El carnaval, para mucha gente, sólo existe en la escuela de los hijos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
 
En primer lugar, porque nuestra sociedad ha guardado la Cuaresma en el cuarto de los trastos. En segundo lugar, porque disfrazarse se asocia a una expansión infantil tipo Halloween, que viene a ser un carnaval del miedo de plástico, comprado a los yanquis. En tercer lugar, porque somos tan soberbios ensayando transgresiones diarias de todo a cien que hemos prescindido de las jornadas que la tradición regaló a la subversión organi­zada. Y, en cuarto lugar, porque hemos confundido la fina raya que separa la realidad de la parodia y no sabemos dónde está la frontera entre el salvajismo y los artificios de la autenticidad. De todo esto se deriva un desierto de sentido que convierte el carnaval en una muñeca sin cabeza o una bici sin ruedas.
 

El carnaval es el residuo de un mundo que dicen que existió y de una poética ingenua

 
He detectado que el carnaval despierta pasiones a favor y en contra muy intensas. No tanto como los toros, pero casi. Mi modesta teoría es que muchos detestan la cosa carnavalesca, sobre todo, porque sólo han conocido sus subproductos: los carnavales obligatorios de los niños, los carnavales de los mercados barceloneses, algunos bailes de disfraces en salas de fiestas inenarrables o las evocaciones televisivas kitsch que surgen por inercia como los programas de verano o los de Navidades. Entiendo perfectamente que este tipo de experiencias provoque fobia ante el reinado efímero de don Carnal, del mismo modo que el circo cutre nos hace aborrecer a los payasos, y el flamenco y el fado para turistas nos alejan sin remedio de una riquísima mú­sica popular. Los carnavalofóbicos tienen, pues, mi más sincera solidaridad, pero sólo les pido una cosa: que ex­ploren algunos lugares donde la fiesta todavía no ha muerto completamente, para tener otra perspectiva.
 
El carnaval, que en Barcelona llaman Carnestoltes, es el residuo de un mundo que dicen que existió y de una poética ingenua que ponía al alcance de los que nada tenían unos mecanismos primarios de expulsión de los demonios colectivos. Poca broma con eso. Este trámite es indispensable, ayer y hoy. Pero la mitad de la narrativa carnavalesca está bajo sospecha, a la luz de los neopuritanismos que quieren erradicar todos los males, mediante ultracorrecciones preventivas que confunden la gimnasia con la magnesia y la magnesia con la neolengua cupera. Será tal vez por eso que algunos sólo pueden digerir este extraño vestigio de las máscaras si lo someten al descafeinado escolar, espectáculo que –les confieso– me entristece mucho.

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