02 jul 2020 Cambio de piel
No se sabía. Pero se sabía. Conocíamos lo que se rechazaba pero no lo que se proponía como alternativa. Acudimos a la manifestación del 10 de julio del 2010 para protestar por la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut porque nos sentíamos maltratados por el Estado del que éramos y somos contribuyentes. Está hoy de moda escribir sobre ese momento cero del procés haciendo la trampa de presentarlo como si ya entonces se supiera todo lo que vendría después, incluida la condena de cárcel para varios miembros del Govern. Pero no. Yo estuve allí, tengo memoria, y no me resigno a dar por bueno el relato que falsea lo que vivimos, para que encaje –supongo– con ciertos discursos de ahora, en los que los expulsados del proyecto España son caricaturizados como gentes ilusas y adoctrinadas que decidieron romper un mundo perfecto.
Empiezo reproduciendo lo que escribí en La Vanguardia de ese sábado, cuya portada exhibía un gran titular: “Provocación”. Recuerden que el TC decidió difundir la totalidad de la sentencia contra el Estatut del 2006 la víspera de la manifestación, un gesto pensado para provocar, efectivamente, a muchos catalanes. “La manifestación servirá –apuntaba– para recordar lo obvio: Catalunya existe y no acepta vivir amputada, maltratada y bajo vigilancia”. Añadí algo que debía ser remarcado: “De acuerdo: Catalunya es plural en su composición y no todos los catalanes son catalanistas. Pero junto a este dato hay otro, definitivo: sólo el catalanismo o nacionalismo catalán es capaz de movilizar la centralidad social y de organizar la defensa de los intereses del país”. En el momento de redactar esas líneas, ni yo ni nadie sabía que la palabra independencia dejaría de ser tabú tras esa manifestación y que ocuparía el centro del debate público. Tampoco estaba previsto que el catalanismo político mutara rápidamente en soberanismo. Esa es la verdad.
En la protesta por el fallo contra el Estatut muchos entraron autonomistas y salieron independentistas
Tengo una imagen en la cabeza que sintetiza ese vuelco. Mi amigo –le llamaremos Alfred– estuvo con su esposa en esa manifestación, movido por algo que iba más allá del cabreo: la indignación y un sentimiento de humillación colectiva. Más allá del “català emprenyat” que dibujó Enric Juliana. Este amigo –bastante mayor que yo– era lector de El País , se consideraba progre al uso, admiró y votó durante años a González, nunca le gustó Pujol y estaba muy lejos de la retórica del nacionalismo catalán; además, por motivos laborales, había vivido en Madrid, donde se lo pasó en grande. En definitiva, Alfred era un tipo al que se la traía floja el Estatut, el techo de autogobierno y la España plurinacional. Pero el guion se alteró.
Algo sucedió en la mente y el sentimiento de la gente más informada –algo inédito– para que Alfred y muchos miles abandonasen la indiferencia y se tomaran la molestia de hacerle un corte de mangas al Tribunal Constitucional. Y pasó lo imprevisto: Alfred –recuerden, uno que votaba siempre a los socialistas– coreó por primera vez en su vida el lema “in-inde-independència”, que salió de su boca sin saber él muy bien de qué manera. Mi amigo terminó ese día con una bandera estelada a modo de capa, performance inimaginable a priori. La escena no es banal. Es la plasmación de una crisis que la mayor parte de los políticos de Madrid ha despreciado, con explicaciones a la medida de su mediocridad y su escasa voluntad de afrontar la realidad.
Estoy evocando la imponderabilia de esa manifestación de la que se cumplirán diez años dentro de pocos días. Ryszard Kapuscinski, el gran reportero polaco fallecido en el 2007, consideraba que es esencial captar “colores, temperaturas, atmósferas, climas, todo eso que llamamos imponderabilia , que es difícil de definir, y que sin embargo es una parte esencial de la escritura”. El ambiente de cualquier acontecimiento está repleto de “ciertos indicios, ciertas microseñales en apariencia insignificantes” que, según el autor de El Sha , nos ayudan a “prever lo que se estaba preparando”. Una palabra, un gesto. En esa manifestación, muchos entraron autonomistas y salieron independentistas, como si hubieran cambiado de piel tras la insolación extrema del Tribunal Constitucional. Ese fenómeno fue a la vez un acto reflejo y una toma de consciencia madurada. El sentimiento de humillación conectó con algo muy fuerte que está en la base de la demanda de un referéndum: nadie acepta por las buenas una dominación que se percibe injusta. Nadie.
Muchas personas experimentaron lo mismo que Alfred, tantas que, en menos de tres años, el catalanismo político fue arrinconado por la idea de la independencia. Si esto no se analiza con seriedad, no puede realizarse un debate honesto sobre el futuro de las relaciones Catalunya-España. Porque, a pesar del colapso del procés y la represión policial y judicial, resulta asombrosa la vigencia del editorial conjunto que varios periódicos catalanes –también La Vanguardia – publicaron el 26 de noviembre del 2009. Ese texto advertía del peligro de recortar y vaciar lo que había votado la ciudadanía. Mi amigo Alfred se lo tomó como algo personal, y no fue el único.