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Francesc-Marc Álvaro | El silencio y Tony Judt
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08 ago 2020 El silencio y Tony Judt

Una amiga que está haciendo una encuesta sobre el confinamiento me explica que lo que más añora la gente del periodo que vivimos encerrados en casa es el silencio. Este cronista también añora ese silencio, que tenía una calidad especial y que, durante los primeros días, podía ser incómodo y llegar a inquietar a las personas más acostumbradas al ruido de las calles. Disfrutamos, durante esas jornadas inciertas, de un silencio que nos reconcilió con algunas cosas; por ejemplo, nos reconcilió –un poco– con el peso de las palabras y con su capacidad de marcar el perímetro de lo que somos y soñamos. A raíz de eso he pensado en Tony Judt, el historiador inglés, fallecido el 6 de agosto del 2010, todavía demasiado joven para irse, hace una década.
 
En su último libro, El refugio de la memoria , el brillante académico abre un capítulo con una afirmación estimulante: “Me crié entre palabras”. Nacido en el Londres de la posguerra, Judt recuerda que, en ese mundo de su infancia, “abuelo, tíos y refugiados se las lanzaban unos a otros en ruso, polaco, yiddish, francés y lo que pretendía ser inglés en una competitiva cascada de aseveraciones e interrogaciones”. A aquel niño judío, que asistía fascinado al espectáculo del verbo que se representaba en la cocina de su hogar, “hablar” le parecía “lo que daba su pleno sentido a la existencia adulta”, una impresión que mantuvo a lo largo de toda la vida.
 

La rueda de prensa que Sánchez ofreció el martes fue un ejemplo de menosprecio a las palabras

 
Los trastornos del lenguaje derivados de la enfermedad incurable que sufría, una esclerosis lateral amiotrófica, le hizo ser más consciente de cómo las palabras “pierden su integridad”; según Judt, “también lo hacen las ideas que expresan”. Forzado al silencio, uno de los historiadores más lúcidos de nuestra época denunció la corrupción de las palabras. Así resumió el problema: “La prosa de muy baja calidad es hoy indicativa de inseguridad intelectual: hablamos y escribimos mal porque no nos sentimos seguros de lo que pensamos y nos resistimos a afirmarlo de un modo inequívoco”. En opinión de Judt, el gran riesgo no es el surgimiento de una neolengua tramposa, como la de la novela 1984 de Orwell, sino “el auge de la no-lengua”, el no poder hablar. Un silencio impuesto por la desfiguración del lenguaje, no el silencio creativo que redescubrimos los días del confinamiento y que hoy añoramos.
 
La rueda de prensa que Pedro Sánchez ofreció el martes fue un ejemplo escandaloso de menosprecio a las palabras: el jefe del Gobierno retorció la retórica a gusto para no tener que responder a ninguna de las preguntas que le formularon sobre la grave crisis institucional que afecta a la monarquía. Les recomiendo que, si no han visto ustedes este espectáculo, recuperen el vídeo y, luego, reflexionen a fondo sobre el respeto. En primer lugar, sobre el respeto que todo gobernante debe a la verdad; en segundo lugar, sobre el respeto que debe a la ciudadanía a quien sirve; y, en tercer lugar, sobre el respeto que debe a su cargo. Lo diré de modo inequívoco: el presidente y líder del PSOE nos ha hablado sobre el caso de Juan Carlos I como si todos fuéramos imbéciles, dispuestos a tragarnos cualquier fábula. Tan o más grave que el abuso de poder que presuntamente atraviesa este episodio es la actitud con que la Moncloa emite sus explicaciones. Parece que eso le funciona.
 
Las palabras son poder, es obvio. En España, hemos visto que el término fugitivo se ha utilizado –cuando ha convenido– con una gran profusión, incluso cuando la persona concernida se ha presentado voluntariamente ante los jueces de estados impecablemente homologados como Bélgica, Alemania, el Reino Unido y Suiza. Hoy, en cambio, los mismos que veían fugitivos por doquier van repitiendo que no se puede calificar de fugitivo a aquel que solo (sic) traslada su residencia fuera del país, después de que la Fiscalía haya decidido que investigará algunas de sus actividades bajo sospecha. La batalla empieza con cada sintagma. Llamar “golpista ” o “terrorista” a una persona pacífica no es algo azaroso, es la plasmación de una estrategia, como lo es evitar el término ultraderecha para designar a una formación política. Se trata de un combate desigual, como todos sabemos: una de las partes puede intentar ponerte en prisión porque has dicho, por ejemplo, que un fascista (declarado) es un fascista, o que un ladrón es un ladrón.
 
Judt no siempre era optimista. En Algo va mal , escribió que “para la mayoría de las personas, la legitimidad y la credibilidad de un sistema político no se basa en prácticas liberales o formas democráticas sino en el orden y la predictibilidad”. Estos días, proliferan los apóstoles del orden y la predictibilidad a toda costa, convencidos de que la solución es apuntalar como sea –vaciando también de sentido las palabras– la indiferencia de una gran mayoría social, la que se tumba, hoy en día, sobre la arena de las playas.

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