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Francesc-Marc Álvaro | ¿Dónde quedamos?
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29 sep 2020 ¿Dónde quedamos?

Veo cerrados los bares donde me enamoré, los restaurantes donde vimos actuar a algunos popes, los hoteles donde el político de turno me contó su fábula. Han cerrado también –es más grave– algunos templos de libaciones donde (con amigos bien escogidos) hemos simulado que mirábamos la vida como los cowboys de las películas antiguas. Persianas bajadas, letreros de venta o alquiler, ventanas tapadas con cartones: la pandemia me ha robado espacios donde había intentado practicar la caligrafía de los vínculos. Negocios que se van al agua, gente que pierde el trabajo. Una tristeza, una saudade , un spleen : aguijonazo intenso en las otras vidas que todavía podría tener, un adiós a las máscaras por estrenar. Usted y yo somos también los locales donde hemos ido apilando conversaciones y confidencias, noches corsarias y simulacros ingenuos para convocar a los dioses que nos han orillado. Y esos camareros que daban seguridad cuando todo fallaba.
 
Me llama un viejo amigo y acordamos ir a comer juntos. ¿Dónde quedamos? Tres de nuestros restaurantes preferidos son ahora pura arqueología. El otro día, al pasar ante uno de ellos, me quedé patitieso: el toldo de la entrada –lleno de polvo– dice “desde 1936”. Lo que no consiguió la guerra, ni la posguerra, ni el tardofranquismo, ni el desencanto, ni los Juegos Olímpicos, ni la fobia al turismo lo ha conseguido, finalmente, la Covid-19. Esta histórica casa de menús ha fallecido en medio del silencio y el pánico. No es nostalgia, no. Es peor: es no saber dónde hay que ir, la expulsión del único reino que podemos entender. Hay que almorzar y estamos perdidos. Nos han cerrado los refugios. ¿Dónde quedamos, amigo?
 

Hay que almorzar y estamos perdidos; nos han cerrado los refugios

 
Pasear hoy por el centro de Barcelona y por las calles principales de otras ciudades es visitar un cementerio de establecimientos que han entrado a formar parte de otra dimensión: la memoria y los subterráneos de la fantasía, porque todo lo que perdemos adquiere inevitablemente la coloración de las historias de ficción. Todo como un viejo tebeo. ¿Es posible que comiéramos aquí, a finales de los noventa, con Jorge Semprún? ¿O lo estoy mezclando con una cena en que un profesor y asesor de presidentes jugó a confesar algunas gracias? ¿Quizá fueron estas paredes las que nos acogieron para brindar a la salud del primer muerto de la pandilla de la universidad?
 
Los restaurantes y los bares que cierran a golpe de coronavirus van llenando de agujeros negros el mapa. Por estos agujeros se filtra una parte del alma de cada uno. El paisaje que se borra nos va difuminando, poco a poco.

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