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Francesc-Marc Álvaro | Amistades procesadas
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08 oct 2020 Amistades procesadas

Creía que una cosa son las ideas y que otra –bien distinta– son las actitudes. Y también pensaba –ingenuamente– que entre ambas dimensiones es posible colocar una barrera para preservar el espacio de la amistad. Constato –con tristeza pero sin ningún dramatismo– que la situación política de los últimos años en Catalunya ha impactado más de lo que querríamos en el ­espacio privado de las afinidades electivas y las compli­cidades. De eso no se habla mucho públicamente, pero es un hecho.
 
Advierto, antes de continuar, que no hay la pretensión ni la voluntad de elevar a material sociológico lo que es una mera reflexión personal a partir de lo que ha vivido y ha observado el autor de estas líneas. Si eso es una tendencia generalizada o una excepción, tendrán que decirlo los lectores. Si eso contribuye a pensar en voz alta sobre cómo gestionamos salidas y soluciones al conflicto, ya será mucho. En todo caso, lo que aquí se expone no tiene nada que ver con ese argumento falaz según el cual todo lo que ocurre en Catalunya es “un problema de convivencia”, modo cínico de desfigurar un pleito histórico de carácter estructural y de postergar el análisis de sus causas.
 

Llega un día en que el lazo suave que une a dos individuos se transforma en un alambre que hiere

 
¿Por qué hablo ahora del binomio amistad- procés ? No lo sé exactamente. Quizá me ha llevado a ello el fuerte desencuentro con un viejo amigo –a quien admiro y respeto– a raíz de la presidencia de Torra y la manera como unos y otros valoramos lo que ha hecho o ha dejado de hacer. Esta discusión –breve pero intensa– tuvo lugar a través de WhatsApp y finalizó con un frío adiós por parte de ambos. Pareció que se rompía algo importante. Añado que la situación se produjo con una naturalidad tan absurda, que, al pensar en ello, constato que hemos olvidado algunas reglas y hemos acabado dominados, a veces, por inercias oscuras que tienen más fuerza que nuestra inteligencia.
 
He mantenido, como es normal, debates confrontados con personas de posiciones variadas, alejadas de mi punto de vista por una cosa u otra. Dicho esto, los choques más descarnados acostumbran a ser siempre con aquellos con quienes has compartido convicciones de peso y actitudes fundamentales, aquellos con los cuales parecía que había un vínculo robusto que debía resistirlo todo. Llega un día en que el lazo suave que une a dos individuos se transforma en un alambre que hiere. ¿Quién tiene razón? ¿Quién dice la verdad? ¿Quién es coherente? Estas preguntas no enfocan el problema, porque, como nos recuerda Hannah Arendt, la verdad de hecho “exige un reconocimiento perentorio y evita el debate, y el debate es la esencia de la vida política”. El asunto es, por lo tanto, otro: ¿por qué no estás a mi lado?
 
Una vez extraviados en este pantano, las opiniones contrarias son interpretadas a menudo como una deslealtad respecto de esa amistad que era (o parecía) una confortable comunión de ideas. Entonces, aparecen el espectro de la traición y el gas tóxico del resentimiento. Los amigos acaban separados por un foso –oscuro y lleno de cocodrilos– y las palabras que antes creaban acuerdo queman ahora por todos lados, como pilas de basura en un vertedero clandestino. La pulsión irracional impera, los matices caen al pozo, perdemos la perspectiva. Unos más que otros, claro está.
 
Aunque la ruptura de la amistad por efecto de una discusión política es una circunstancia lamentable, lo es todavía más una forma de erosión del espacio privado que podemos denominar enfriamiento . No nos referimos aquí a las discusiones crispadas que acaban como el rosario de la aurora, sino a un alejamiento consciente del otro: dejar de ver a unos determinados amigos, dejar de telefonearles, dejar de interesarnos por sus peripecias, ir borrándolos de nuestro paisaje. Todo sucede sin ruido y de modo tan sutil como inexorable. Nunca encuentras el día de enviarle un mensaje, nunca es el momento para preguntarle cómo le van las cosas, nunca estás en situación de hablar con él. Los nudos se aflojan y una indiferencia agridulce nos ahorra la discusión desagradable. Pasan los meses y quizá solo un incidente excepcional nos obliga a retomar fugazmente el contacto: la muerte de un familiar, una enfermedad o cualquier otro trance.
 
Podría parecer que este laberinto moral que intento dibujar es un asunto que solo afecta a la esfera particular. Mi intuición es justamente la contraria: un impacto especial sobre nuestra red de amistades a raíz de una crisis política excepcional es un asunto público de los más ­sensibles. No se alarmen: no caeré en el exceso ni la simplificación de decir que toda guerra civil empieza cuando hay muchos grupos de amigos que se rompen; no estamos, por suerte, en ese esce­nario, es evidente. Pero sí remarco que cualquier exploración de una solución para Catalunya también tiene que ver –no sé exactamente de qué manera ni en qué proporción– con todo lo que pasa de puertas adentro, cuando dejamos nuestra condición de ciudadano en un segundo plano. Acabo con un aforismo de Joan Fuster, que –como hacen los sabios– ya nos avisó: “Toda coincidencia entre mis ideas y las tuyas es eso: pura coincidencia”.

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