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Francesc-Marc Álvaro | Romper el juguete
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15 oct 2020 Romper el juguete

Los grabados de Goya más Los Payasos de la Tele. Cada miércoles, lo mismo: un guiñol apto solo para hooligans . Las preguntas semanales al Gobierno en el Congreso de los Diputados –ayer lo vimos de nuevo– muestran la miseria de una cultura política atrapada en la exclusión, el resentimiento y un pluralismo frágil. El espectáculo confirma el fatalismo de la historia moderna de España: las derechas tratan siempre de romper el juguete cuando no poseen el poder institucional, aunque tengan a su disposición varios poderes informales y múltiples palancas de influencia. Con la crisis de la pandemia de fondo, esta actitud destructiva aparece con mayor obscenidad, si cabe.
 
Tras la muerte de Franco y la transición, mi memoria recuerda únicamente un periodo en el que la derecha se contuvo: los primeros años en que gobernó Felipe González, con unos populares que se estaban reinventando y un centrismo herido de muerte tras la caída de Suárez. Fue el breve verano de la moderación. Luego, aprovechando el desgaste de la administración socialista, el PP, que José M.ª Aznar había rediseñado a su medida desde la FAES, ensayó un tipo de oposición que Pablo Casado lleva hoy hasta la última pared, esa que apenas se distingue de los muros de la ultraderecha que lidera Abascal. También Rivera se apuntó intensamente al mismo estilo antes de convertir su fulgurante carrera en un viaje a ninguna parte. Esta oposición identifica al adversario con un enemigo. No basta con desalojar del poder al rival, este debe ser reducido a la mínima expresión.
 

Con la crisis de la pandemia, la actitud destructiva de las derechas aparece con mayor obscenidad

 
Si ponemos la vista en el retrovisor, entendemos que el problema viene de lejos. Jaume Vicens Vives lo resume en su obra España contemporánea (1814-1953) : “El Estado levantado por la Restauración había mostrado su impotencia en 1898; en 1914-1916, la conflagración europea lo reveló no menos ineficaz. Desde entonces el pueblo español ha buscado, como si fuera el elixir milagroso, una estructura política y social que corresponda con sus aspiraciones; su historia reciente es la de los fracasos sucesivos de las fórmulas imaginadas para conseguirlo”. Si bien la transición desembocó en un sistema democrático más o menos homologable, no es menos cierto que perduran actitudes y marcos mentales de antaño, especialmente en el campo de la derecha política y sectores de la derecha social instalada en la maquinaria del Estado. En este sentido, es asombroso que el Tribunal Supremo considere “excesivas” las menciones a la caja B en relación con la trama Gürtel, a pesar de quedar probado que el PP se lucró de forma ilícita. Y es una vergüenza que instancias internacionales deban recordar a jueces y policías de aquí (país donde pasean libremente los que lanzan vivas a Hitler y Franco) que es un delirio acusar a alguien de delito de odio “contra nazis”.
 
Contra lo que pueda parecer (incluso a algunos socialistas desmemoriados), la pulsión montaraz que exhiben los populares no es una consecuencia del pacto suscrito por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, ni una reacción a varios patinazos del líder de Podemos desde el cargo de vicepresidente, ni una respuesta provocada por las alianzas parlamentarias que sostienen al actual Gobierno. No se trata de eso, por supuesto. Al PP no le interesa, en realidad, la crítica a la gestión ni a las políticas que impulsa un ­presidente socialista, eso es lo de menos. No se ataca al Ejecutivo por lo que hace, sino por lo que es y por lo que representa. Desde el primer día, la derecha viene calificando de “ilegítimo” el Gabinete formado por PSOE y Podemos.
 
Si el Gobierno no está en sus manos, rompen el juguete. Es la tradición de la derecha española desde los albores de la malhadada modernidad celtibérica. Suena tan rancio, tan casposo y tan anacrónico como es. Como si nadie en el PP hubiera tomado nota de las lecciones de la historia, como si la apuesta cínica del “cuanto peor, mejor”, que hacen Casado y sus correligionarios –con Díaz Ayuso como heroína de telenovela–, no fuera la pista de aterrizaje de Vox, un partido que cada día acusa al PP de “flojo”.
 
Lo que más sorprende de la estrategia conservadora es, precisamente, haber olvidado el pasado y actuar como una caricatura posmoderna de esas derechas que, en los años treinta, consideraron el advenimiento de la Segunda República como una usurpación contra “el orden natural” de las cosas. Al menos, don Manuel Fraga sabía historia. Y surge la pregunta ineludible: ¿por qué los votantes populares, incluso los más jóvenes, siguen apoyando esta manera de hacer política? ¿Es imaginable que los sectores conservadores acaben hartos de esta manera de librar el combate democrático?
 
No es simple polarización ni estrategia populista. Estamos en otro paradigma, más grave. Si el juguete no está en manos de sus propietarios de siempre, el juguete no importa. Por eso, los que aseguran ser más ­patriotas que nadie no dudan en dinamitar las instituciones (poder judicial, Corona, Parlamento) para intentar recuperar el ­gobierno. Por cierto, los socialistas pagan ahora su absurda pasividad durante varios años.

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