31 dic 2020 Conversaciones pendientes
Si quisiera explicar todo eso como un cuento para niños, escribiría que hay algún lugar –entre el mar y el cielo– donde han ido a parar nuestras no conversaciones, una especie de gran cementerio de frases huérfanas que hemos imaginado –intuido, soñado– pero no hemos expresado. Es un lugar pantanoso del verbo donde se extravían las palabras que debían elevarse pero que, finalmente, se han visto arrinconadas sin haber tenido su momento. Me parece que estas no conversaciones me han llevado a un territorio del cual todavía no puedo hacer el mapa, una zona del vivir que no había medido, una trastienda de la conciencia que aparece más nítidamente cuando el trato con los otros pierde consistencia, en beneficio de un yo que confunde cristales con espejos y espejos con ventanas.
El año de la pandemia habrá sido también un año de conocidos que no fueron, de amistades no natas
La conversación es una aventura al alcance de la mano en un mundo que ha convertido la aventura en un producto de temporada o un juego para directivos: conoces a alguien mientras te conoces, el arte de conversar con alguien (hablar tranquilamente, no despachar asuntos con una finalidad instrumental) es el placer de hablar por hablar, en contra del imperativo productivo y práctico que conduce nuestras vidas. Por eso reitero que la conversación es una aventura: empezamos a charlar y no sabemos dónde vamos, no sabemos qué habrá a la vuelta de la esquina, después de que nuestro interlocutor haya soltado, quizá sin querer, un breve inciso en una explicación que tenía un cariz previsible. No sabemos dónde llegaremos, no sabemos ni si llegaremos. La conversación es dar vueltas a la noria más que un trayecto en línea recta. Además, conversar pide una suspensión del tiempo, olvidar el reloj, y abrazar silencios. Las mejores conversaciones que recuerdo se han producido como una suma de azares, con una fluidez imprevista que acaba dibujando formas perfectas en el vacío. Es un discurso generado por una mecánica oculta y sutil.
No, las pantallas no sirven. Sirven para hacer reuniones de trabajo, dar clases, hacer presentaciones comerciales, simular un encuentro de amigos o compañeros durante media hora, pero no sirven para hablar cara a cara dos personas, a fondo y sin ningún otro objetivo que ensayarse, como diría Montaigne. Porque la pantalla crea una distancia que –quiérase o no– impide la construcción de esa dimensión que es propia del hablar. Una dimensión que calificaría de sagrada, si este adjetivo no hubiera sido quemado por todo tipo de vendedores de humo. Por mejor voluntad que pongan, desde el ordenador o el smartphone podrán intercambiar frases, no podrán hablar.
Una de las conversaciones más iluminadoras de mi vida fue –hace algunos años– con un habitante de un pequeño pueblo del Pallars Sobirà, un abuelo que era –todo él– el resumen del siglo XX. Recuerdo sus palabras, sus gestos, el olor de su ropa, y también tengo presente el paisaje que nos acogía, incluso el ruido del viento de la tarde. La conversación era todo este fardo de datos –para decirlo a la manera de ahora– más algo que trascendía nuestro encuentro y lo convertía en el negativo de una fotografía ampliada, la huella de un momento en la tierra. Esa conversación se convirtió en una bomba de relojería: iría estallando dentro de mí para derribar ideas y percepciones. Así son las conversaciones que valen la pena.
Me preguntaron en RAC1 cómo me lo monto para ir pasando esta temporada de la Covid-19 y respondí que combino la esperanza, la paciencia y la incertidumbre, como el artista chino de circo que intenta que ninguno de los tres platos se rompa. Cada uno hace lo que puede. Así nos vamos adaptando, y procuramos hacer ver que somos animales inteligentes. Pero nuestra adaptación comporta daños colaterales. Por ejemplo, la imaginación fabrica una mirada melancólica sobre las conversaciones que no hemos podido mantener y eso no es más que la añoranza primitiva y salvaje por la vida otra que dejamos fuera de casa cuando sonaron las alarmas y nos pusimos la mascarilla. Hay que evitar que la melancolía nos lleve a la nostalgia. Es muy peligroso, porque la nostalgia –como nos advierte Svetlana Boym– “traza el espacio en el tiempo y el tiempo en el espacio, e impide establecer una distinción entre sujeto y objeto; tiene dos cabezas, como Jano; es una espada de doble filo”. Que tengan ustedes feliz año.