25 feb 2021 Esa tarde del tricornio
Estos días, el mundo se divide entre los que tienen recuerdos del golpe de Estado del 23-F y los que no. Yo conservo memoria muy precisa de aquel acontecimiento, que ocurrió cuando tenía catorce años y estudiaba octavo de EGB. Se cumplen ahora cuarenta años.
Recuerdo intensamente esa tarde del 23 de febrero del 1981. Las clases se habían acabado a las seis, pero unos cuantos alumnos nos quedamos en la escuela para fabricar unos decorados para celebrar el carnaval en el patio del centro, como cada año. Servidor ya tenía interés por las cosas de la política –ahora se diría que yo era un friki del tema, capaz de recorrer las sedes de todos los partidos para que me dieran hojas de propaganda y adhesivos– y cogí de casa un pequeño transistor de pilas para escuchar las votaciones en el Congreso de los Diputados mientras íbamos pintando máscaras gigantes sobre papel de embalar. Debían de haber pasado cinco o seis minutos de las seis y cuarto cuando la retransmisión se llenó de ruidos inesperados, tiros y esos gritos de “¡Quieto todo el mundo!” y “¡Todos al suelo!”. Creo que escuchaba la Ser y recuerdo la voz entrecortada del periodista que –incrédulo y nervioso a la vez– contaba lo que veía, hasta que tuvo que callar porque –según dijo– lo estaban apuntando. ¿Qué estaba pasando?
Cuando el golpe tiene lugar, la vida pasa a mi alrededor como un sábado de verano antes de la verbena
Dejamos de pintar, nos miramos asustados, y decidimos que había que avisar a la directora, que vivía en el último piso. La escuela Llebetx de Vilanova i la Geltrú era una cooperativa que había nacido en 1968 de la iniciativa particular de una maestra vocacional, Francesca Cabrisses, que empezó las clases en una habitación de su hogar. Niños y niñas éramos educados según los métodos de la pedagogía activa, en un clima de libertad que ponía el énfasis en la responsabilidad personal, y que permitía hablar de todo. Quizá porque era delegado de curso o porque tenía afición a las noticias, fui el encargado de avisar a nuestra maestra –a la que llamábamos Pepo– que sucedía algo muy gordo en Madrid. Llamé a la puerta y abrió. Al escucharme, le cambió la cara. La posibilidad de una nueva dictadura le debió de helar el corazón durante unas horas, supongo. Ella, mujer de izquierdas, católica de base y catalanista, nos dijo inmediatamente que lo dejáramos, tocaba irse a casa. Así lo hicimos.
Mi 23-F siempre será el rostro preocupado de Pepo –la madre, por cierto, del buen amigo y periodista Josep M. Ràfols–, sorprendida por la noticia conmovedora de esa tarde. En casa, mis padres estuvieron pendientes –como todo el mundo– de la radio y la tele hasta que salió el monarca. Mi 23-F siempre será también el de unas máscaras que dejamos a medio pintar, empujados por el vendaval de la historia más tóxica. A veces, cuando la actualidad me vacía, vuelvo a entrar en el cuerpo del niño que fui y busco, en balde, la mirada original sobre la gran comedia. ¿Qué sabía yo entonces? Nada. Era feliz en mi ignorancia adolescente.
Cuando el golpe tiene lugar, la vida pasa a mi alrededor como un sábado de verano antes de la verbena. A pesar de ser un chaval atraído por el show de la política (capaz de tragarme debates parlamentarios televisados y programas de La clave ), seguro que no acabé de entender el sentido de aquella farsa de Tejero y compañía, que habría podido acabar en tragedia. Hasta muchos años después no supe que había, por ejemplo, una trama militar y una trama civil, que la Constitución del 78 se redactó bajo la lupa de los militares, o que algunas personalidades –incluso supuestamente de izquierdas– flirtearon con la posibilidad “de un golpe de timón”, término ambiguo que contemplaba soluciones al margen de las urnas. Tampoco me enteré de que el rey, pocas horas después del susto, recibió a los líderes de los partidos principales, excepto a los de CiU y el PNV, algo difícil de entender si tenemos en cuenta que eran dos fuerzas que gobernaban sus respectivas autonomías, y que el convergente Miquel Roca había sido uno de los autores de la ponencia constitucional. Tampoco había leído todavía el libro España en dirección equivocada , escrito por un joven (futuro empresario) Juan Rosell. Por no saber, no sabía que algunos vecinos, del PSUC, Comisiones Obreras y otras organizaciones, pasaron esa noche destruyendo papeles. Yo no sabía nada en 1981 y hoy la gente no lo sabemos todo sobre aquel momento; existen documentos que todavía no se pueden consultar y no hace falta ser conspiranoico para notar que el relato oficial tiene lagunas. La tarde del tricornio es la zona cero de la transición. Leopoldo Calvo Sotelo, breve presidente, escribió esto: “El 23-F puso entre paréntesis la confianza de los ciudadanos en la democracia recién establecida”.
Mi padre, que admiraba a Adolfo Suárez y había figurado en la lista de las municipales de UCD que encabezaba el padre de Josep Piqué (el que años después sería ministro), respiró tranquilo al ver que los golpistas fracasaban. Suárez, que era objeto de ataques furibundos, era intocable en casa. Al día siguiente, en clase, Pepo nos explicó que la libertad nunca debe considerarse completamente asegurada.