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Francesc-Marc Álvaro | Volver a casa
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06 may 2021 Volver a casa

Lo mataron pocos días después de cumplir 29 años. En la extensión de Gusen, del campo nazi de Mauthausen, en territorio austriaco. Según los documentos, el final tuvo lugar a las cuatro y cuarto de la madrugada del 1 de enero de 1942, una mala manera de empezar el año. Fue uno de los muchos que no volvieron. Pasado mañana, sábado, volverá. Digámoslo así.
 
Esta es una historia de gente sin nombre, de silencios acumulados, de miedos fosilizados y de perdedores que no pidieron ser héroes. Solo eran jóvenes a quienes la historia pasó por encima, como un tanque de esa época. Esta es una historia de dolor vivido de puertas adentro, de ausencias llenas de sombras, de ignorancias convertidas en rutina, de fotografías sin contexto, de cartas olvidadas en el fondo de una cómoda. Esta es una historia de España, una sociedad que se permite hoy el lujo dudoso de relativizar a los viejos y los nuevos fascismos, no fuera que se ofendiera alguien, no fuera que los que todavía se sienten vencedores de las inciviles guerras nos acusaran de delito de odio por llamarlos como eso que con orgullo son. No, en esto –ni en nada– no soy neutral. Que el pasado sea un territorio de complejidades solapadas –me gusta repetir siempre– no es una coartada para pasear por él como funámbulos.
 

Tardé en saber y entender que el hogar donde me crié era también el hogar de un deportado

 
Un hombre se va de casa para hacer la guerra y no regresa. La sinopsis. El hombre se llama Francesc Vidal Casanellas. Es el hermano mayor de mi madre, el tío Francisco. El joven es aprendiz de impresor, aficionado a la fotografía, el corazón lleno de ideales, las ganas de vivir. Cuando estalla el conflicto, todo eso queda atrás. En medio de aquel drama, en 1938, se casa con la mujer que ama, la tía Dionisia, con quien tendrá un hijo, Alexis, mi padrino. En 1939, atraviesa la frontera y es internado, como otros combatientes republicanos, en los campos de refugiados de Argelers y El Barcarès. Más tarde, se enrola en la 115.ª Compañía de Trabajadores Extranjeros del ejército francés, conservando el grado de teniente. Los alemanes lo capturan el 21 de junio de 1940 y, después de pasar por el campo de prisioneros de Estrasburgo, es deportado en Mauthausen en diciembre de aquel año y, posteriormente, trasladado a Gusen. Su familia tardará en saber su ­desdicha.
 
Francesc no regresó. La casa de sus años jóvenes –la de sus padres, mis abuelos– es la casa donde yo nací. En la azotea donde yo jugaba de chaval, había todavía, a primeros de los setenta, vestigios de lo que había sido “el cuarto de las fotos del tío Francisco”. Vestigios o fantasmas o añoranza, trozos de pared que evocaban al hermano ausente, cada vez más borrado. Tardé en saber y entender que el hogar donde me crié era también el hogar de un deportado, el lugar donde había vivido uno de esos anónimos que fue víctima no de la guerra, sino del afán de eliminar a todos los que el Tercer Reich consideraba inferiores o enemigos del Estado. Franco comunicó a Hit­ler que podía hacer lo que quisiera con los republicanos; fueron considerados “apátridas”, triángulo azul.
 
El hogar de un deportado como sitio ­invisible. La historia dentro de la historia. El silencio dentro del silencio. Pasado ­mañana, sábado, el tío Francisco volverá, digamos. El deportado regresará para recordar que un día se fue y, después, desapareció dentro del humo de una chi­menea. El tío volverá en la forma de una stolperstein (literalmente, piedra en la que se tropieza) que lleva inscrito su nombre y las fechas esenciales de su vida. El adoquín, de 10 cm por 10 cm, y cubierto de una hoja de latón, se instalará en la calle, delante de la puerta del edificio donde vivió. Son, en total, diecisiete stolpersteine, en memoria de diecisiete ciuda­danos de Vilanova i la Geltrú que fueron deportados a los campos nazis y de los cuales solo tres ­sobrevivieron. Estos pequeños monumentos son obra del artista berlinés Gunter Demnig, que empezó su proyecto hace más de dos décadas, para honrar a las víctimas del nazismo. Hay más de 70.000 stolpersteine en veintitrés países. En Catalunya, la iniciativa cuenta con el apoyo del Memorial Democràtic de la Generalitat.
 
Según Demnig, “quien quiere leer la inscripción de una stolperstein tiene que inclinarse ante la víctima; eso es ya un homenaje”. No sé si al tío Francisco le gustaría, me parece que no era un tipo muy dado a reverencias. Quizá se reiría un poco de todo. A mí me gusta que su nombre quede modestamente reivindicado a pie de calle, por donde pasan cada día los niños que van a la escuela, los clientes de las tiendas, los mensajeros que aparcan como pueden, las parejas de enamorados, los abuelos que salen a pasear… Como escribió la poeta judía Nelly Sachs, “la despedida dentro del polvo / nos mantiene unidos con vosotros”. El tío ha vuelto para recordarnos que la libertad –la de veras, no la de tomar copas– es siempre frágil.

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