13 may 2021 Libertad, parque temático
La gente que salió a la calle la medianoche del pasado sábado a celebrar el final del estado de alarma y se quitó la mascarilla y se fue abrazando con todo el mundo no es imbécil, pero lo parecía. Todos podemos parecer imbéciles en un momento u otro, empezando por los miembros del Gobierno, que –por miedo de ser impopulares– han establecido que sean los jueces los que decidan en cada autonomía qué restricciones se pueden aplicar o no, empezando por el toque de queda; nuevamente, la pelota más incómoda pasa a los tribunales. Por otra parte, tengamos presente que los profesionales sanitarios han advertido amargamente de la frivolidad temeraria que representó convertir la madrugada del domingo en una fiesta de celebración del falso final de la pandemia. La broma es siniestra.
Los legisladores no han aprobado (y han tenido meses) una normativa que permita fijar restricciones sin tener que imponer el estado de alarma. Nuestros representantes han fallado. Pero no podemos disimular: los ciudadanos de las sociedades (aparentemente) opulentas tenemos un problema con el ejercicio de nuestra libertad y no es influencia solo de los discursos populistas de figuras como Díaz Ayuso, la cosa viene de antiguo. Y no se trata tampoco de criminalizar ni de disculpar a nadie, porque este no es un debate entre autoritarismo y tolerancia, como pretenden los que viven en la plastilina de los argumentos infantiloides. A raíz de la pandemia, han proliferado los liberales, los libertarios y los disidentes de cubata (y de botellón), que intentan vender cuentos chinos ideológicos. Son como los fantasmas (digitales y analógicos) que legitiman los discursos de odio a partir del combate contra la corrección política.
Solo hay dos horizontes posibles: el nihilismo desbordado o la policía multando
La libertad no es un parque temático a la medida del paternalismo oportunista de los gobernantes. No lo es ni debería serlo. Las imágenes de los que escenificaron el carnaval inverso del “fuera mascarillas”, la madrugada del domingo, hacen pensar en un exorcismo paliativo que oculta las irresponsabilidades de los políticos a cambio de poner en primer término el show irresponsable de una pequeña parte de ciudadanos. Es un intercambio simbólico, que salva las vergüenzas de los gestores públicos a cambio de la mutación momentánea de la ciudadanía en masa extraviada. Un negocio dudoso. Cuando el administrado ejerce una libertad sin responsabilidad solo hay dos horizontes posibles: el nihilismo desbordado o la policía multando. En ambos casos, hemos fracasado.
Denunciar la estupidez infinita de actuar como si la pandemia hubiera pasado no es un asunto de moral, es político y, como tal, debe ser tratado. Es un caso claro de preservación del interés general y de compromiso con los otros. Ni el conseller de Interior ni el alcalde de turno han de pedir a la gente “que se porte bien”, eso es ridículo. Ni el doctor Simón debe decir que se siente decepcionado, como un tío al que han dejado sin lugar en la mesa. Lo que toca es exigir que el ciudadano tenga presentes los límites de su conducta en estas circunstancias, cualquier otra cosa nos acerca al abismo. Unos límites que se obviaron mientras los enfermos seguían ingresando en las ucis, un contraste de una obscenidad insoportable, como remarcó el amigo Carles Francino. Los participantes en la estampida festiva del pasado fin de semana han sido tratados por nuestros gobernantes como niños maleducados por parte de padres pasotas.
Este fenómeno lo describió el filósofo alemán Peter Sloterdijk en un libro publicado hace veinte años: “La masa posmoderna es una masa carente de potencial alguno, una suma de microanarquismos y soledades que apenas recuerda ya la época en la que ella –excitada y conducida hacia sí misma a través de sus portavoces y secretarios generales– debía y quería hacer historia en virtud de su condición de colectivo preñado de expresividad”.