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Francesc-Marc Álvaro | Dos capitanes, ningún general
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08 jul 2021 Dos capitanes, ningún general

Los pueblos que viven en crisis perpetua, como el catalán, adoptan la ironía como una manera de sobreponerse a las dificultades. Eso es lo que venía a decir el filósofo Ferrater i Mora. La ironía estuvo presente en el encuentro de Oriol Junqueras y Carles Puigdemont ayer en Waterloo; la ironía permite endulzar el resentimiento y facilita la representación. Ha sido la primera vez que los dos dirigentes se han visto en persona tras la declaración fake de independencia del 27 de octubre del 2017, una jornada en que nada era lo que parecía, aunque el mundo independentista todavía no se ha puesto de acuerdo sobre la naturaleza de aquel holograma de caras largas en las escaleras del Parlament.
 
La leyenda del catalanismo entroniza a Prat de la Riba como padre fundador, celebra a Macià como icono de una plenitud efímera y llora a Companys como mártir de una represión devastadora. Después, las figuras bailan como las mesas que tienen una pata más corta que otra: Tarradellas y Pujol son tótems resquebrajados, por motivos diversos; simbolizan las grandezas y las miserias en el ejercicio del poder. El nuevo independentismo proyecta a dos líderes que quieren superar estas estampas, Puigdemont y Junqueras, y tiende a olvidar al mandatario que encarna el cambio de mentalidad, que es Mas. Hoy, el independentismo tiene dos capitanes (que se fotografían juntos, pero desconfían uno del otro) y ningún general.
 
El exvicepresidente y líder de ERC, Oriol Junqueras (i), y el expresidente de la Generalitat y líder de Junts, Carles Puigdemont, en el momento de su reencuentro en la vivienda de Puigdemont en Waterloo, a 7 de julio de 2021, en Waterloo, (Bélgica). Se trata del primer encuentro entre ambos en casi cuatro años, un tiempo en el que han exhibido sus diferencias y los partidos que lideran han chocado constantemente por el rumbo del proyecto independentista.
 

La rivalidad tóxica entre Puigdemont y Junqueras los debilita a ambos

 
¿Qué separa a Puigdemont y Junqueras? Principalmente, el pasado reciente y la manera como cada uno lo explica y lo proyecta. También los separa la estrategia (que no deja de ser el resultado de cómo lee los hechos de octubre del 2017 cada líder) y la experiencia personal ante la punición del Estado: uno acaba en la cárcel y el otro en el exilio; las perspectivas son tan diferentes que los consensos de fondo devienen imposibles. También les separa el lenguaje que utilizan. Asimismo, la política en Madrid y la relación con el Gobierno marca una raya. Finalmente, más que la ideología, lo que los aleja son las respectivas culturas políticas, así como el hecho de que uno tiene experiencia institucional (alcaldía de Girona) y el otro es un profesor que llega, de rebote, a dirigir unas siglas históricas.
 
Los dos capitanes, en cambio, están unidos por el objetivo de la independencia, por el Govern (donde sus partidos son socios), por la represión de la justicia española y –el factor más importante– por las expectativas de las bases del independentismo, que celebran la reunión de ayer en Waterloo. El mito de la unidad –que ha sobrevolado el procés desde el primer día– choca con la realidad de una pugna infinita para construir un gran partido que concentre a todos los votantes que anhelan la secesión.
 
Puigdemont y Junqueras pretenden construir el mismo proyecto: una versión catalana del Scottish National Party (SNP), fuerza que en Escocia aglutina a casi todo el independentismo. Eso sería un hecho si se diera una ­absorción o una fusión entre ERC y Junts, hipótesis hoy improbables. Lo que hay en Catalunya es un empate entre dos partidos medianos, hoy con predominio republicano, a raíz de las últimas elecciones autonómicas y generales. Un SNP catalán daría lugar, en teoría, al surgimiento de un general del independentismo, que sería el líder incontestable que ahora no existe. La rivalidad tóxica entre Puigdemont y Junqueras los debilita a ambos, y frena las posibilidades del independentismo en general.
 
Madrid mira y espera: la división actual favorece los intereses del Gobierno español.

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