07 oct 2021 Un hombre en red
Cayó todo, pero no se inmutó. El tío Baixamar –elemento de edad indefinida y aspiraciones vagas– posee teléfono móvil pero tardó mucho en saber que, el lunes por la tarde, el mundo se estaba acabando. Hace un uso muy limitado de las redes; le gusta meterse un poco en Instagram, aplicación que le recuerda que, en su juventud, había querido dedicarse a la fotografía de viajes, para recorrer medio mundo haciendo reportajes sobre animales salvajes, tribus remotas y paisajes lejos del alcance de los turistas. Baixamar envía y recibe pocos mensajes de WhatsApp y no tiene Facebook. Y es de esa gente que, como se hacía antaño, llama por teléfono sin preguntar previamente con un mensaje escrito si puede hacerlo.
Al parecer, hay jóvenes (y no tanto) que se agobian si reciben una llamada o tienen que hablar por teléfono, pero Baixamar no tiene este problema, es un tipo de conversación fácil en todos los formatos: presencial, telefónica e itinerante. En el pueblo, son legendarios sus largos paseos mientras va enfilando argumentos en compañía de algún amigo o conocido. Cuando quiere remarcar lo que expone, se detiene y agarra al interlocutor por el brazo. Su periplo toma entonces el aspecto de una procesión, con paradas que llevan por meandros inesperados y conexiones sorprendentes, como ese día en que, hablando del precio de la vivienda, desembocó en la explicación detallada de cómo se pela un conejo para preparar un arroz de la vieja escuela.
Tiene teléfono móvil pero tardó mucho en saber que, el lunes por la tarde, el mundo se estaba acabando
Baixamar nació en un mundo donde la tecnología comunicativa era una santísima trinidad integrada por la radio, el teléfono y el telégrafo. El primer teléfono de su hogar estaba clavado en la pared del pasillo y era un artefacto negro que tenía un carácter totémico y exclusivo: llamar era una operación seria que debía estar muy bien justificada. Después, con los años, el teléfono (que ya era de color crema) pasó a una mesita baja del salón-comedor y su uso se relajó. El aparato dejó de ser un tótem y transformó las formas de la amistad y del amor.
La caída de WhatsApp, Instagram, Facebook y Messenger pilló al amigo Baixamar zurciendo redes de algunos pescadores mientras charlaba con los habituales de la tarde, probando un aguardiente que disuelve el malhumor y alguna pena que cuesta enjuagar, como el recuerdo de esa chica francesa que tanto amó y que, años después, murió en un accidente de tráfico. Le envidio su talento para convertir cada momento en un espectáculo, mediante la ancestral red social de escuchar y charlar, con una habilidad admirable para transformar la mala leche en compasión y la curiosidad en conocimiento. Si el lebeche acompaña, entonces, la ceremonia puede ser tan sublime como un “all cremat” de pintarroja, plato que cocina como los ángeles.
Me dicen algunos amigos comunes que, cuando el tío tuvo conocimiento del apagón de las tiendas de Mark Zuckerberg, se limitó a decir esto: “Vatua el Déu que el va parir! Tanta quincalla i tanta promoció, tot per petar com el motor aquell del Sindo de ca la Morruda”. El motor en cuestión es el de una barca que era famosa por la dejadez de su patrón, “un palasaio que estava boig”.
Ahora que un falso verano pervive en el otoño, algún atardecer me encuentro al tío Baixamar cuando sale a hacer fotos medio a escondidas, no le gusta que lo vean obsesionado en perseguir la puesta de sol como si nunca la hubiera presenciado. Ayer, por ejemplo, ocultó rápidamente el móvil en el bolsillo al ver que me acercaba. Nos reímos y nos cagamos los dos en Zuckerberg, como toca.