09 dic 2021 La risa del fusilado Torrijos
Estoy en el Museo del Prado y contemplo, con detenimiento, el lienzo Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga, pintado por el artista alcoyano Antonio Gisbert en 1888. Pasado mañana, 11 de diciembre, se cumplirán ciento noventa años de la ejecución en la playa de San Andrés, frente al Mediterráneo, del general José María de Torrijos y cuarenta y ocho de sus hombres. Este grupo pretendió llevar a cabo una insurrección de carácter liberal contra el régimen absolutista de Fernando VII. Los revolucionarios, que habían preparado el levantamiento desde Gibraltar, fueron traicionados y capturados. Finalmente, se ordenó su fusilamiento sin juicio previo.
Estoy sentado frente a una recreación de un episodio de la historia de España que interpela directamente al espectador de hoy. Es un óleo de grandes dimensiones, que fascina por su voluntad de reconstrucción casi documental, y por el afán de realismo con que el artista retrata a los personajes en un momento trágico que, a pesar de todo, es tratado con contención. El cuadro transmite una atmosfera de fatalismo sereno, a través de unos rostros que se enfrentan a su destino con una extraña tranquilidad. En el suelo, yacen cuerpos sin vida que han recibido su ración de plomo. La muerte se adueña del paisaje, fruto de la mala política. La muerte del otro, que es borrado de un plumazo para que no estorbe. Aquí no hay un ejército ocupante, como en Los fusilamientos del 3 de mayo, el lienzo de Goya. Aquí es el vecino el que da el matarile.
La obra en la que vemos los minutos finales de Torrijos y sus amigos se ha convertido en una imagen emblemática de una memoria colectiva que se levanta sobre violencias, exilios, exclusiones y sectarismos muy arraigados que llegan hasta nuestros días. Contemplo la escena evocada por Gisbert mientras afuera, en la calle y en los medios, la celebración de un nuevo aniversario de la Constitución de 1978 nos ofrece ecos poco halagüeños: un país polarizado y sometido a la demagogia incesante de una derecha que se tira al monte cuando no gobierna, aunque conserva importantes palancas en los poderes fácticos y formales del Estado. El titular de apertura de la sección de Política de La Vanguardia del martes contiene la expresión “pugna política sin tregua”. En teoría, la Constitución escrita durante la transición debía enterrar la guerra y cerrar esa historia en la que los Torrijos de turno acaban siempre en las cunetas, como mártires y héroes de lo que pudo haber sido y no fue.
La Constitución vigente no acabó con la tentación reaccionaria. Tras cuarenta y tres años de Carta Magna, son varios los signos de la avería de sistema que da alas a líderes incendiarios (esos que aplicarían un 155 a todo lo que no les gusta), jueces mesiánicos, sindicatos policiales de trinchera y cortesanos prestos al olvido. Que algunos de los que se proclaman defensores del constitucionalismo más inmaculado sean los dinamiteros diarios del espíritu del 78 es un chiste muy malo.
La Constitución debía cerrar esa historia en la que los Torrijos de turno acaban siempre en las cunetas
Esta mañana fría de Madrid oigo al fusilado Torrijos reírse de la actualidad con la melancolía de los muertos de guardia, es un reírse para no llorar. Su risa nos advierte del fatalismo de la caverna rejuvenecida, de su estrategia de demolición, y de lo cansado que acaba siendo tener que elegir entre los que añoran las cadenas y el oportunismo más o menos cínico de los que levantan la bandera del progresismo. Torrijos era un romántico que pasó por el exilio londinense, amigo de poetas como Alfred Tennyson y Arthur Henry Hallam, un tipo que tenía ideas para salir del túnel, como un iberismo que debía poner fin a los monarcas contrarios al pueblo. Así lo explica en su magnífico libro sobre este malhadado líder liberal Manuel Alvargonzález Fernández: “Pero la vigilancia [de los espías absolutistas] aumentó considerablemente cuando Torrijos se comprometió con el proyecto iberista que aspiraba a la unificación de España y Portugal bajo la monarquía constitucional de los Braganza”. Según este estudioso, “puede rastrearse una primera corriente de iberismo liberal ya en la época del sexenio 1814-1820; algunos exiliados portugueses y españoles empezaron a fantasear entonces con la idea en Londres y en París”.
Es inevitable pensar, a la luz de esta pintura, en el iberismo idealizado de Gaziel y Joan Maragall, y en los proyectos peninsulares esbozados mucho antes por Sinibald de Mas y Víctor Balaguer. Lo que fuera, con tal de imaginar otro país. Ahí estamos, todavía, mientras Torrijos nos mira y se sigue riendo.