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Francesc-Marc Álvaro | Nadie suspenderá
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10 feb 2022 Nadie suspenderá

La pregunta me ronda desde hace meses: ¿está la escuela sintonizando con cambios muy profundos de nuestra sociedad o, por el contrario, nos está imponiendo unas transformaciones que son claramente discutibles? Lo digo a raíz de una noticia que me ha dejado patitieso y desconcertado. En el borrador de un futuro decreto del Departament d’Educació consta que al final de cada ciclo de primaria los alumnos podrán ser evaluados con las siguientes posibles notas: consecución excelente, consecución notable, consecución satisfactoria y –para sustituir el suspenso– en proceso de consecución. Lisa y llanamente: en vez de apuntar suspenso, el maestro apuntará en proceso de consecución, y eso es lo que leerán los padres de la criatura que no haya podido superar el reto.
 
Ante esta ocurrencia, sería fácil hacer un artículo –uno más– sobre la progresiva desaparición de la cultura del esfuerzo, un término que parece que no gusta mucho a determinados pedagogos, que son –¡qué casualidad!– los que tienen más influencia sobre las autoridades políticas que establecen normativamente lo que toca. La cultura del esfuerzo tiene mala prensa en determinados entornos, quizá porque se asocia a un individualismo que algunos presentan como actitud nociva y criptocapitalista, alejada de los discursos que subrayan el trabajo colaborativo y el aprendizaje en equipo, etcétera. Nunca como ahora los niños y los adolescentes habían hecho tantos trabajos en grupo (esta plaga ha llegado también a la enseñanza universitaria) y nunca había costado tanto establecer qué es y qué no es lo que aprende tu hijo con este método.
 
No hablaremos, pues, de la menguante cultura del esfuerzo frente a las recetas que propugnan hacer muchas cosas en el aula, siempre que no pongan al alumno en confrontación con todo lo que pueda asociarse con rutina, aburrimiento o necesidad de asumir la dificultad sin desdibujarla. Aparquemos el debate sobre la cultura del esfuerzo y preguntémonos por los efectos inesperados de querer convertir la escuela en un lugar donde las emociones son el centro de gravedad. “Educar en las emociones es indispensable”, dice el experto de turno, y no seré yo quien lo contradiga. Pero hay que encontrar las proporciones adecuadas. Si educar en las emociones acaba desfigurando la idea de que aprender es marcarse metas y ponerse a prueba uno mismo, esta estrategia no sirve para crear adultos responsables y, por lo tanto, libres.
 
Supongo que eliminar el término suspenso pretende ocultar el concepto de fracaso, que forma parte de la vida adulta tanto como el éxito y la mediocridad o el desconcierto. ¿Educamos en las emociones cuando escondemos con eufemismos paternalistas que toda acción humana puede fracasar? Es evidente que no. Para educar –en las emociones y en lo que sea– no puede darse la espalda a la verdad, no puede tratarse al sujeto del aprendizaje como si fuera incapaz de hacerse cargo de su propia vida.
 

Para educar –en las emociones y en lo que sea– no puede darse la espalda a la verdad

 
Llevamos días hablando de los problemas que tiene la política con la verdad –en Barcelona, Madrid, Londres, Moscú– y cómo eso debilita las sociedades y revienta las instituciones. Llevamos días lamentando que no se trate a la ciudadanía de modo adulto. Por eso hay que proclamar bien alto que la escuela no puede ser un lugar donde (con la coartada siempre perversa de las buenas intenciones) la realidad sea maquillada, disfrazada y distorsionada hasta convertirla en un cuento fantástico con propiedades anestésicas. Nos jugamos demasiado en ello.

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