09 jun 2016 Com un «reset»
El president Puigdemont considera roto el pacto de estabilidad que suscribieron Junts pel Sí y la CUP. La diputada cupera Reguant, en cambio, afirma que “hoy no se rompe ningún acuerdo político, hoy un acuerdo político muda”. Cinco meses ha durado el compromiso adquirido por los cuperos a cambio del paso al lado de Mas. De momento, el discurso oficial del Govern es que la falta de nuevos presupuestos no implica ni el final de la legislatura ni del proceso. Por detrás, con la boca pequeña, muchos admiten que la máquina se ha quedado sin pilas. La realidad descarnada es que, a partir de ahora, la mayoría independentista es de 62 diputados y no de 72. La victoria ajustada del 27-S se ha empequeñecido cuando hacía falta ampliarla y reforzarla. Cualquier observador extranjero podría concluir que, en estos momentos, la vía política a la independencia ha quedado gravemente debilitada y bloqueada desde dentro.
¿Y ahora qué? Haya o no avance de elecciones después de la moción de confianza anunciada ayer por Puigdemont para septiembre, lo que urge es hacer una especie de reset que, sin abandonar el objetivo de la independencia, reescriba el calendario, los ritmos y los pasos concretos de un periplo que será más largo (y menos directo) de lo que se dijo, obviamente. Sin este ejercicio de realismo básico, los próximos meses serán todavía más agónicos y nerviosos de lo que ahora intuimos, porque el día a día irá desmintiendo una hoja de ruta que se ha volatilizado. Por lo tanto, sería un gesto inteligente –imprescindible– que Puigdemont y Junqueras aparecieran juntos pronto en público, para comunicar solemnemente un diagnóstico compartido. El anuncio de la moción de confianza ofrece una salida, pero no es el relato rectificado que tocaría. El soberanismo, el Govern y Junts pel Sí necesitan un nuevo relato que asuma el fracaso de lo que quería hacerse de la mano de los cuperos y, al mismo tiempo, rehaga la ilusión –la confianza es un término más exacto– de aquel 48% que votó a favor de un cambio de statu quo de calado histórico. La necesaria autocrítica de Junts pel Sí no consiste –como quieren los unionistas– en renunciar a un Estado catalán y admitir el pecado de la “falsa ruta”, sino en repensar las prioridades y las estrategias para asegurar la mayoría social que haga posible la independencia. Soy de la opinión de que la mayoría de las bases soberanistas pueden entender perfectamente esta reescritura de un guión que partía de unas expectativas que no se han materializado y que mezclaba de manera extraña secesión y proceso constituyente. Un guión que no debería excluir acuerdos, para determinadas políticas, con socialistas y comunes, si se prestan.
Hay que advertir que sería letal que CDC y ERC no coincidieran en la interpretación esencial de lo que ha pasado entre el Govern y la CUP. Más allá de la competencia entre convergentes y republicanos, Junts pel Sí tiene la obligación de evitar la discordia interna y la necesidad de tomar decisiones responsables que compensen el desbarajuste que representa tener que prorrogar presupuestos. La actitud de la CUP ha tenido el efecto –me dicen– de cohesionar a los diputados de Junts pel Sí. Dicho esto, gobernar en minoría será muy complicado para el tándem Puigdemont-Junqueras, pero no será más estresante que depender de los vetos y de los caprichos de unos socios dominados por el dogmatismo, el maximalismo y la agitación. El prejuicio contra el soberanismo convergente ha sido esgrimido, no pocas veces, como disculpa del sectarismo cupero. Ahora, cuando cada uno se ha retratado, hay que recordar que sólo podrán hacer un Estado nuevo los que tengan sentido de Estado, no los que confunden la revuelta democrática con el esteticismo del no perpetuo adolescente.
Hay quien dice que la CUP se romperá en dos. No lo sé. Lo que todo el mundo sabe es que aquellos a quienes el electorado otorgó el papel de vigilantes fiables del proceso han actuado como saboteadores aplicados de este. Una ironía amarga de la que debemos extraer, como mínimo, dos lecciones. La primera tiene que ver con la facilidad con que una parte de la sociedad se siente seducida por la política del milagro y la pureza, aspecto que algún día trataremos. La segunda tiene que ver con la alegría desinformada con que ciertos ambientes soberanistas desprecian la eficacia de la maquinaria de Madrid; en este sentido, ahora notamos que los profesionales del Estado español han sabido siempre que el verdadero eslabón débil del proceso no son los moderados (contra los cuales hay querellas), sino los considerados radicales, los que se llenan la boca con “desobediencia” y “ruptura”.
Los resultados del 27-S distribuyeron las fuerzas del independentismo de manera peculiar: una calle del medio ancha pero insuficiente y una calle lateral demasiado grande. Una correlación diabólica que no ha podido superar el peso del doctrinarismo, del tacticismo y de la antipolítica presentada –¡cuidado!– como alternativa para cambiarlo todo. Puigdemont y Junqueras deberán hacer algo más que salvar los trastos.