14 dic 2011 Una Europa menys de plàstic?
Nicolas Sarkozy, después de la cumbre del pasado viernes en Bruselas, ha declarado que, a pesar de los importantes acuerdos tomados sobre la zona euro en una línea que podemos calificar de más confederal, no habrá una transferencia nueva de soberanía de los estados hacia las instituciones de la UE sino que veremos «un ejercicio compartido de la soberanía por parte de unos gobiernos democráticamente elegidos». El presidente francés ha tenido mucha prisa en puntualizar este asunto, reiterando que «reforzamos nuestra soberanía y nuestra independencia ejerciéndola con nuestros amigos, aliados y socios». La soberanía de los estados sigue siendo un tabú a principios del siglo XXI, sobre todo en el ámbito teórico, pero después, a la hora de la práctica, todo se ablanda. La lección de estos días es rotunda: la unión monetaria sólo se salvará explorando caminos de unión económica y política que permitan tomar decisiones con más diligencia y claridad. Eso representa cambiar (repensar, rehacer, remodelar) la soberanía tal como la hemos conocido desde la creación de los estados en la edad moderna. El nuevo europeísmo nacido de la crisis tiene miedo de decir en voz alta todo lo que puede acabar deshaciendo.
Isaiah Berlin recordaba que, en el siglo XVII, los franceses no respetaban a los alemanes porque Francia era entonces el centro del mundo desde el punto de vista militar, económico y cultural mientras Alemania era un territorio fragmentado en unos doscientos principados; según el gran historiador de las ideas, esta actitud de los franceses creó un fuerte resentimiento entre los alemanes y así fuimos tirando, magullados por las guerras, hasta 1945. Hoy, superados aparentemente aquellos prejuicios que fueron letales, el liderazgo franco-alemán es un hecho y, aunque tiene detractores y puede ser criticado, ofrece la única vía plausible para no andar hacia atrás como los cangrejos. La posición cerrada de David Cameron, en cambio, es lo propio de alguien que no quiere entender que el mundo de los álbumes de cromos de su infancia ya no existe. Lástima que el primer ministro británico no sea el liberal Clegg, una figura quizás demasiado audaz para su entorno político.
A partir de ahora, cada día nos haremos las mismas preguntas y sin necesidad de mirar hacia Bruselas: ¿Quién manda en Europa? ¿Cómo se manda en Europa? ¿Cómo tenemos que escoger los que tienen que mandar en Europa? Son cuestiones sobre los fundamentos de una democracia de gran escala que va ligada a un modelo social que ha garantizado, desde hace medio siglo, los máximos niveles de justicia, libertad y bienestar. Pero ya no podemos hacer la tortilla sin romper los huevos y debemos admitir que, como ha definido Miguel Poiares Maduro, el gran problema es que «ningún Estado miembro de la UE ha interiorizado todavía las consecuencias que tiene para su democracia la interdependencia creada por la integración». El fenómeno es desconcertante y plantea el siguiente reto a todos los gobernantes de los estados miembros: la distinción tradicional entre los intereses locales y comunitarios ya no sirve para componer una agenda de prioridades. ¿En esta encrucijada, como puede un Parlamento soberano aprobar unos presupuestos que, además, tienen que cumplir una serie de objetivos, que, como ha pasado en España con el límite del endeudamiento público, se han querido revestir con la solemnidad constitucional? Los años que vendrán pondrán a los partidos y sus dirigentes –también en España y Catalunya– en la difícil misión de redefinir cuáles son los intereses que hay que defender y de qué manera. Para evitar que la ciudadanía se sienta expulsada paulatinamente de un proceso de alcance histórico y para remodelar, a conciencia, por dentro y por fuera del viejo Estado nación que fabrica lealtades y distribuye prestaciones.
Hemos pasado de la Europa del bienestar a la Europa de los sacrificios a la vez que nadie sabe decir cómo se puede gobernar con eficiencia una democracia de más de 500 millones de ciudadanos, en la cual convive una moneda única y otras monedas estatales, y donde se superponen gobiernos, parlamentos y administraciones de todo tipo. La UE, antes de la fuerte crisis que nos afecta, ya demostró una incapacidad muy notable para tomar decisiones en asuntos tan sensibles como la seguridad y la inmigración. Lo llaman falta de liderazgo o déficit democrático, da igual. Todo puede empeorar. A partir de ahora, según Sarkozy, queda claro que «hay claramente dos Europas», la que apuesta por la solidaridad y la regulación entre los estados miembros y otra que responde sólo a la lógica del mercado único. Si eso se consolida, será un fracaso. El mal menor, pero fracaso, al fin y al cabo.
Hubo unos años en que el sueño europeo parecía un juguete de plástico, resistente y práctico. Un plástico destinado a durar y durar, y a hacer felices muchas generaciones de franceses, alemanes, italianos, españoles, etcétera. A los catalanes, que no existimos oficialmente en Europa, el juguete también nos parecía maravilloso, porque le habíamos visto unas gracias añadidas que, si somos sinceros, formaban parte más de nuestra mirada que del objeto. En esta hora, cuando hemos descubierto que el europeísmo no es una militancia noble sino una operación a corazón abierto, todo cambia y todavía no sabemos si será a favor o en contra de las viejas ideas que habían alimentado tantos afanes. Tengo una esperanza: Nicolas Sarkozy no quiere admitir que los hechos, casi siempre, se escapan de aquellos que se afanan por ponerlos dentro del celofán.