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Francesc-Marc Álvaro | Coses que uneixen
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12 mar 2012 Coses que uneixen

No soy amigo de explicar la realidad a partir de teorías conspirativas, pero hay coincidencias que dan que pensar. Siempre ha habido sectores interesados en convertir las lenguas en un problema en Catalunya, pero esta tendencia se reaviva, justamente, cuando crece y se expande el sentimiento de agravio entre muchos catalanes por el trato fiscal que recibe nuestro país por parte de la administración central. La crisis que vivimos todavía ilumina de manera más cruda este problema estructural.

Pocas cosas unen tanto a los catalanes (incluso a los que votan partidos tan diferentes como PP y ERC) como la constatación de que Catalunya paga más de lo que recibe. Este es el discurso más potente que el catalanismo ha conseguido difundir durante los últimos años. Es por eso que Artur Mas ha dado tanto relieve a la reclamación de un nuevo pacto fiscal, porque sabe que el consenso social en este punto es altísimo y que penetra en la parte de ciudadanía poco o nada nacionalista. Ante esto, los poderes concernidos y todos aquellos que observan el nuevo soberanismo catalán como un grave peligro se han inquietado. Y han vuelto a dar aire a un asunto sensible como la lengua que, según como se toque, es la espoleta del enfrentamiento civil.

Jordi Pujol explica que varios catalanes presentes en reuniones de alto nivel en Madrid reciben comentarios como el siguiente: «La inmigración se os va a comer; dentro de dos generaciones todo esto de la lengua y la autonomía se habrá acabado». Es normal que las élites españolas no escondan que están jugando el partido definitivo del desempate Catalunya-España, para decirlo con la ayuda de una metáfora de Gaziel. Y que tampoco se callen que utilizarán todo lo que haga falta. Así, las lenguas y la nueva inmigración son materias que cualquier pirómano aprecia, sobre todo cuando se comprueba que, entre el 2000 y el 2011, el número de alumnos extranjeros en Catalunya ha crecido un 537 por ciento.

El Tribunal Superior de Justícia de Catalunya, a raíz de un recurso de la Generalitat contra una resolución del Tribunal Supremo, avala la inmersión, pero deja abierta la puerta a los padres que, de manera excepcional, deseen la escolarización en castellano. Es obvio que una suma de excepciones se cargaría el modelo. Sin contar con que el Supremo volverá a pronunciarse porque las familias demandantes han decidido recurrir, lo cual demuestra que su verdadero objetivo y el del grupúsculo que las mueve es enterrar la inmersión. En medio de este lío, me gustaría saber lo que quiere decir exactamente el PP cuando habla de «bilingüismo integrador». En Valencia, donde los populares gobiernan, no lo aplican. Allí hay dos circuitos completamente separados –castellano y valenciano– y, encima, hoy tenemos 126.000 xiquets que quieren estudiar en la lengua de Ausiàs March y no pueden hacerlo.

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