ajax-loader-2
Francesc-Marc Álvaro | Joan Fuster, teràpia de xoc
4633
post-template-default,single,single-post,postid-4633,single-format-standard,mikado-core-2.0.4,mikado1,ajax_fade,page_not_loaded,,mkd-theme-ver-2.1,vertical_menu_enabled, vertical_menu_width_290,smooth_scroll,side_menu_slide_from_right,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.5,vc_responsive

20 jun 2012 Joan Fuster, teràpia de xoc

Mañana, día 21 de junio, se cumplirán veinte años de la muerte de Joan Fuster, el sabio de Sueca, el ensayista más potente que han dado las letras catalanas de la segunda mitad del siglo XX, un autor que, si hubiera escrito en francés o español, sería conocido y traducido a las principales lenguas. De hecho, en español también escribió y mucho, (cosa ignorada por algunos vigilantes de la pureza patria muy desinformados) en varios diarios y revistas, entre los cuales esta cabecera desde la cual me dirijo a usted, amigo lector. La prensa -conviene recordarlo- fue la actividad que permitió a nuestro clásico ganarse la vida con una cierta regularidad y, de paso, poder dedicarse a sus libros y a conversar. Según el siempre afinado Enric Sòria, «Fuster es el principal articulista de posguerra con que contamos, sin comparación, tanto por la cantidad como por la destreza».

Con Fuster pasa hoy un poco como con Josep Pla: más allá de los fusterianos a machamartillo y de los tópicos sobre su título más conocido, Nosaltres els valencians, no me parece que sea un autor muy leído. En todo caso, y fuera de los círculos especializados, Fuster se ha convertido en una referencia borrada, una silla vacía, y eso que la mayoría de sus obras son más fáciles de encontrar que las de otras figuras de esta dimensión. Iba a escribir «un autor de culto», pero esta etiqueta casa poco con alguien que fulminaría a golpes de aforismo a cualquiera que pretendiera ponerlo en la jaula trendy o cool de los modernillos del barrio, siempre a punto de perdonar la vida a algún literato de la reserva india.

Pero no nos perdamos en miserias que el público calificaría de políticas. Al fin y al cabo, el Fuster que me interesa más es el menos político o el menos militante, para decirlo con propiedad. Porque, como sabe todo el mundo que lo haya leído, los papeles de Fuster siempre son inevitablemente políticos, en el sentido que utilizaba Hanna Arendt cuando escribía que «la política está en todo».

Soy más de títulos como El descrèdit de la realitat, Diccionari per a ociosos o Causar-se d’esperar. Me parece que, cuando se libera de su misión de ideólogo urgente de un país huidizo, Fuster ofrece el gran espectáculo de una insolencia que, atemperada de soslayo por el juego elegante de la inversión irónica, permite resquebrajar cualquier material previamente escogido, sea cual sea su dureza y consistencia. Entonces, la lectura de Fuster, para decirlo con un adjetivo muy de su gusto, resulta terriblemente desinfectante. Pica de lo lindo. Por eso tiene un punto de adictiva.

Cada curso, desde hace más de una década, doy a leer a mis alumnos de Periodismo, en la facultad de Comunicación Blanquerna, algún libro de Fuster, nombre del cual no han oído hablar casi nunca antes. La experiencia es de gran interés porque se convierte en una terapia de choque. En primer lugar, por el género: se enfrentan a una prosa que les obliga a no bajar nunca la guardia. En segundo lugar, por los asuntos que trata: una diversidad de fenómenos que siempre remiten a los grandes universales de la existencia, como no podría ser de otra manera en uno de los herederos más conspicuos de Montaigne.

Los primeros días, la voz de Fuster se les hace extraña, su ironía les desconcierta. Después, poco a poco, comprenden que tienen delante algo diferente y que, quizás, vale la pena prestarle atención. Los más curiosos del aula descubren que un señor valenciano de los tiempos anteriores a internet, Facebook y Twitter les puede dar pistas muy sugerentes para aprender a pensar y vivir la vida de ahora. Y entonces algunos bromean y aseguran que quizás Fuster habría hecho algún céntimo dedicándose a manuales de autoayuda para públicos que no renuncian a la condición adulta.

¿Qué se consigue cuando se hace leer Fuster a los jóvenes? Cuesta decirlo. Me sentiría satisfecho si dos o tres de cada cincuenta estudiantes que han tenido alguno de sus títulos en las manos sintieran la necesidad de observar la realidad con la dosis de sospecha necesaria para compartir aquel aforismo que tanto me gusta: «Atención: todo pensamiento es un mal pensamiento». He ahí un programa intelectual y vital honesto, imprescindible en un momento en que muchos dirigentes políticos, económicos y sociales sienten repugnancia por el significado verdadero de las palabras y, entonces, las travisten constantemente. Lo hacen porque no nos quieren alarmar, dicen. En estos casos, recuerdo otro aforismo fusteriano: «Da igual que me engañen. Lo que realmente me jode es saber que me están engañando».

Leer a Fuster purga, limpia y proporciona una incomodidad muy saludable sobre las inercias que va acumulando nuestro punto de vista a medida que se acostumbra al paisaje moral que nos rodea. De la pereza a la impunidad hay un paso. Más allá, muchas de las cosas que Fuster escribió sólo pueden comprenderse si se tiene en cuenta que el licor de un ilustrado de Sueca que no quería resignarse a la oscuridad era el marxismo, el psicoanálisis y todo lo que impugnaba el retablo inmediato de las maravillas.

Dos décadas sin Fuster son dos décadas en busca de Fuster. Del que no caduca y sigue ofreciéndonos hoy un combate contra la tontería.

Etiquetas: