06 jun 2013 Morts i bombes al TNC
Cuando salí del Teatre Nacional el pasado sábado, después de ver la obra Barcelona, lo hice emocionado y también contento, porque, finalmente, asistía a un montaje teatral catalán que hablaba de nuestro pasado reciente desde la conciencia adulta y madura de la complejidad. Eso, que debería ser lo habitual en cualquier creador que pretenda explorar nuestra historia con rigor y honestidad, no siempre se ve en nuestros escenarios. El autor, Pere Riera, nos explica una historia que pasa el año 1938 en una casa de la capital catalana, concretamente el 17 de marzo, una de las tres jornadas de bombardeos sistemáticos y continuados sobre la población civil barcelonesa que realizaron los aviones de la Italia fascista, país que, como la Alemania nazi, ayudaba al bando franquista durante la Guerra Civil.
Lo más importante del teatro, como de cualquier arte, es que emocione, y Barcelona, que ha dirigido con elegancia el mismo Riera, lo hace con una inteligencia y una fineza -también una compasión extraordinaria para todos y cada uno de los personajes- que llegan al espectador. Pero el arte de nivel hace otra cosa, además de emocionar: nos interpela con eficacia y, a veces, también nos transforma mediante esta invitación a pensar y a pensarnos. En este caso, la peripecia de dos mujeres de carácter, Núria y Elena, y el resto de los personajes que viven en esta casa o pasan por allí, nos permite hacernos preguntas sobre el pasado trágico de nuestros padres y abuelos: ¿Cómo se vivía en la retaguardia? ¿Qué sentían las personas bajo las bombas? ¿Cómo se lo montaban para sobrevivir cuando la esperanza era desmentida por la muerte y el dolor? ¿Cómo se organizaban para hacer una vida normal a pesar del miedo? ¿Qué pasa con los ideales y las convicciones cuando los hechos se tuercen de modo imprevisto?
Hay muchas más preguntas, claro está. Cada espectador tiene las suyas. Son preguntas sobre el pasado y sobre los nudos de la historia. Me resisto a escribir que sean preguntas sobre la memoria, porque se ha abusado demasiado de este concepto, algunas veces para dar gato por liebre. A caballo entre los debates sobre la mal llamada memoria histórica, hemos visto obras de teatro y películas que parecían destinadas a tranquilizar las conciencias de unos o de otros, concebidas sólo como una fábula infantil que quiere persuadirnos de unas tesis rígidas y simplificadoras, entre el didactismo y la propaganda. La obra Barcelona evita con cuidado estos males porque trata a los muertos con el máximo respeto y la memoria de los vivos con decencia. La verdad poética del arte no rompe aquí la verdad de lo que ocurrió, sino al contrario: la potencia, la subraya.
El historiador escocés Niall Ferguson ha escrito que «la gente que vive actualmente presta una insuficiente atención a los muertos». Quiere decir que, aunque hay asignaturas de historia en todos los niveles de la enseñanza, el conocimiento del pasado es, en general, flaco, débil, y eso tiene consecuencias negativas en nuestra manera de tomar decisiones, como demostraría la actual crisis. Despreciamos la historia y lo pagamos caro. Para comprender el pasado -añade Ferguson- hace falta empatía, «que, mediante un acto de imaginación, nos pone en su situación». Una imaginación que no es sinónimo de fantasía, sino que está vinculada a los documentos, las pruebas y las fuentes contrastadas sobre lo que vivieron y pensaron los que nos precedieron.
Riera no desfigura ni distorsiona el pasado, recrea el tiempo de las bombas con la pulcritud del buen historiador y la imaginación del buen poeta. Y, entonces, asistimos a un día en la vida de unos individuos que habríamos podido ser nosotros, que también fuimos nosotros. Dentro de esta historia -servida por unos actores en estado de gracia- laten muchas memorias reales, pero estas no reclaman, en ningún caso, el lugar de la historia ni el del homenaje ni el de la doctrina. Cada cosa en su lugar. Son memorias que se mezclan entre sí y que ponen en evidencia la fragilidad de los discursos, el peso de las actitudes, el vértigo de los acontecimientos cuando lo que sostiene la vida es la vida misma. El tango cruel de la memoria -para decirlo como el clásico- va sonando mientras nos interrogamos, desde nuestra butaca, sobre lo que hay más allá y más acá del dolor de los muertos y de los que los enterraron.
Si quisiera hacer un artículo político, recomendaría la visión de esta obra a la delegada del Gobierno en Catalunya y a algunos notables más, con el deseo sincero de que la compasión inspire de oficio las palabras y los gestos de los que pueden convocar o desconvocar a los demonios del pasado. Como este papel quiere tener un tono más personal, me limito a recomendar que Barcelona pueda ser vista por muchos alumnos de secundaria, en compañía de sus maestros y, tal vez, de sus padres. Sería una gran lección, un ejercicio que ayudaría -quizás peco de optimista- a civilizarnos y a tener más en cuenta la complejidad de nuestro presente y la diferencia entre el discrepante y el enemigo. Vivimos días en que los debates se crispan con mucha facilidad y hay que hacer esfuerzos por evitar las respuestas estomacales. Un teatro que no saquea las tumbas ni reduce el recuerdo a bandera es una vacuna adecuada contra cualquier sectarismo.