31 ene 2020 Franquicia maldita
No tengo opinión formada sobre la instalación de una franquicia del Museo del Hermitage en Barcelona. Ahora bien, el asunto me interesa mucho como indicador de las trampas que nos ponemos al desarrollar ciertos debates. Tengo la intuición, la sospecha y la sensación de que por debajo de la discusión hay guerras muy conocidas –antiguas, profundas y cansinas– sobre la política, la cultura, la capitalidad de Barcelona y –sobre todo– sobre quién tiene el derecho de decir lo que se tiene o no se tiene que hacer.
Entiendo que hay un debate obligado y comprensible sobre la utilización de recursos públicos cuando aparece un operador privado, cultural o del ámbito que sea. Es una cuestión que toda administración democrática debe abordar con rigor. También es cierto que justamente en Barcelona, y a raíz de los Juegos del 92, del Fòrum de les Cultures y de las derivadas de estos grandes acontecimientos, la relación entre lo público y lo privado no siempre se ha observado con severidad calvinista, digamos. Las intersecciones público/privado promovidas por socialistas y convergentes (sin oposición de ICV) en otras épocas tendrían que aconsejar más prudencia a la hora de hacer según qué aspavientos. Sobre todo porque en el Ayuntamiento de Barcelona, en su tecnoestructura, todavía mandan muchos que recuerdan los años dorados. Con esto ocurre como con el método para elegir gestores de grandes equipamientos culturales: hemos pasado del nombramiento a dedo a celebrar concursos que consisten en mover la noria de las cooptaciones entre amigos y conocidos de un determinado clan. Antes te escogía el alcalde y ahora lo hace ese a quien tú colocaste de director de un museo.
Discutimos sobre el Hermitage, pero, en realidad, queremos hablar de otras cosas
No hablo, por lo tanto, de la cuestión de dineros o terrenos públicos para el Hermitage barcelonés. La cosa discurre por otros predios. Discutimos sobre la franquicia del Hermitage, pero, en realidad, queremos hablar de otros fenómenos. Por ejemplo, de la pérdida de influencia de esas élites que durante los ochenta y los noventa se especializaron en decir qué era y qué no era una metrópolis como Barcelona. O hablar del concepto de cultura que los políticos asumieron en la transición y que, en general, no han revisado. O –y aquí el drama es mayor– de cómo la etiqueta “políticas culturales” ha servido para dar gato por liebre, con una impunidad sideral. En fin, no sé si me hace gracia que el Hermitage venga a Barcelona. Cuando tenga más información, ya les contaré. Sí me da risa, en cambio, que los rusos nos obliguen a perseguir –a escondidas– a nuestros fantasmas.