09 abr 2020 Los viejos, cuestión de Estado
El profesor López Aranguren, que estuvo muy de moda durante la transición y la primera época de los gobiernos de González, escribió algo que, ahora, parece más verdad que nunca: “Yo creo, como decía don José Ortega, que a los viejos la gente joven ni nos ve”. Estos días de pandemia, parece que a los viejos no los quiere ver nadie, de tal manera que se van muriendo como una pura abstracción, inexorablemente. Los ancianos son reducidos a las cifras de fallecidos que se comunican –con la boca pequeña– durante las ruedas de prensa oficiales. El asunto es de una gravedad enorme, más de lo que parece. Porque tenemos la sensación –y eso es durísimo– de que el fallecimiento de las personas mayores se ha asumido como el mal menor, por parte de toda la sociedad, incluidos los que nos gobiernan. Cuesta escribirlo y decirlo en voz alta, pero es fácil llegar a esta conclusión.
El retablo de la vergüenza debe ser consignado. Las residencias geriátricas se han convertido en el agujero más negro de esta crisis, el ángulo muerto de la situación, un no-lugar donde, demasiado a menudo, han confluido la imprevisión, el olvido, la falta de recursos, la incompetencia, la dejadez y un fatalismo cínico que –lo quiero remarcar– nos describe como una sociedad tramposa: hablamos mucho de ciertos valores, pero, a la hora de la verdad, no los practicamos. No hago una crítica, hago una autocrítica, porque todo el mundo acaba siendo partícipe de ello, por una cosa u otra.
Si no somos capaces de cuidar de los viejos, nuestro fracaso como sociedad será devastador
Diré, antes de continuar, que hay residencias geriátricas que hacen las cosas bien, todas no son iguales. Pero las que actúan correctamente también han sido víctimas de planteamientos políticos y burocráticos erróneos, pero han salido adelante. Las otras, las residencias que ya eran precarias, los centros que sólo se entienden como parkings de yayos, las instalaciones que sobreviven por inercia, todas estas se han visto entregadas al colapso, al caos y al drama. Este periódico recogía el miércoles el testimonio de una trabajadora ocasional que, desde dentro, ha explicado lo que vio en un geriátrico dejado de la mano de Dios. Son detalles aterradores que deberían interpelarnos, empezando por nuestras autoridades, hechos que exigen la depuración de responsabilidades.
Mientras escribo estas líneas, escucho que el Govern ha decidido traspasar al Departament de Salut las competencias en residencias geriátricas, que hasta ahora han estado en manos de Treball, Afers Socials i Famílies. Me consta que han sido varios y relevantes los líderes del mundo sanitario que han pedido esta medida, para poder abordar con eficacia y garantías la emergencia en unos establecimientos pensados como simple sustitutorio del hogar, y no como hospitales. El coronavirus ha roto las categorías establecidas por la Administración en este ámbito y ha puesto en evidencia que –como me explica un médico con larga experiencia sobre el terreno– las personas que viven en estas residencias, a medida que suman años, necesitan, cada vez más, un tipo de atención especializada que sólo se puede dar en centros sanitarios y a cargo de médicos y personal de enfermería acreditado. La crisis de la Covid-19 ha revelado que hace falta una mirada nueva de la administración sobre las residencias de ancianos.
Esta nueva mirada política sobre la gestión geriátrica debería partir –una vez superemos las urgencias– de un examen minucioso de todo lo que está pasando estos días, para establecer con precisión quién y qué ha fallado. El asunto es de suficiente entidad como para no descartar, si hiciera falta, una comisión de investigación parlamentaria que aportara luz sobre una realidad que no hemos querido mirar, que hemos eliminado de nuestro radar de manera frívola, hasta que todo ha estallado. Hay que recordar que la mayoría de las residencias son privadas y que, por otra parte, las listas de espera para acceder a alguna de las plazas que gestionan las administraciones son muy largas.
La situación de los viejos es un asunto de país de máxima prioridad, lo que en Madrid denominan una cuestión de Estado. El modelo que tenemos es obsoleto, y las inercias sociales pueden ser letales. Tocará hacer nuevas leyes y normas y, sobre todo, habrá que impulsar políticas bien dotadas presupuestariamente, que pongan a las mujeres y los hombres veteranos en el centro, como un imperativo indiscutible de dignidad colectiva, y como un termómetro de la tan mencionada calidad democrática. Si no somos capaces de cuidar de los viejos, nuestro fracaso como sociedad será más profundo y más devastador de lo que pensamos. Un fracaso político y social, pero también moral. Si no lo corregimos, no tendremos autoridad ni credibilidad para hacer nada de nada.
Milan Kundera, que tiene noventa y un años y es una de las voces que mejor han explicado el tiempo que vivimos, ha escrito que “los muertos son tímidos”. Añadiría, con permiso del autor checo, que los viejos, cuando fallecen, llevan esta timidez a la máxima expresión. La mayoría se van sin querer molestar, con una elegancia especial. Sepamos estar a la altura de toda esta gente.