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Francesc-Marc Álvaro | De pactos y de olvidos
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13 abr 2020 De pactos y de olvidos

El pacto es imprescindible en democracia, tanto como la competición. La cuestión primordial, siempre y en todas partes, más que los contenidos de los acuerdos, es quiénes son los llamados a pactar. Se entiende que los pactos serán, en teoría, más sólidos si son más inclusivos. Todo esto viene a cuento de unos eventuales nuevos pactos de la Moncloa, impulsados por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para afrontar el impacto social y económico de la Covid-19. Y de este aspecto, tan importante, no se habla mucho. Ni entre los entusiastas ni entre los detractores de repetir esos acuerdos que el presidente Adolfo Suárez forjó cuando la democracia era un bebé en una incubadora.
 
No se pueden invocar los pactos de la Moncloa como si los
actores del presente no supieran todo lo que vino después. Y no se pueden entender determinadas reacciones a la idea de repetir esa operación si no recordamos también lo que sucedió en 1981, concretamente pocas horas después del intento de golpe de Estado del 23 de febrero. Ante el grave susto, el rey Juan Carlos quiso dar una imagen de consenso y se reunió con los líderes de las principales fuerzas parlamentarias. Era un gesto imprescindible. Pero esa foto tenía un problema, que lo dice todo sobre lo que vino luego: no estaban ahí los máximos dirigentes de Convergència ni del PNV, que entonces eran grupos destacados en las Cortes y que –por cierto– habían abonado de manera leal los pactos de la Moncloa. Por si eso fuera poco, ambos partidos eran partidos de gobierno en sus respectivas autonomías. Habían pasado poco más de tres años desde los grandes abrazos del 25 de octubre de 1977.
 

No se pueden invocar los pactos de la Moncloa como si los actores del presente no supieran lo que vino después

 
Detengámonos en la circunstancia catalana. De todos los firmantes, Pujol era el que conocía más a fondo –aparte de algunos comunistas– la política italiana y el valor de lo que se denominó “compromesso storico”. Por otra parte, excluir a CDC del encuentro con el monarca fue una doble afrenta al nacionalismo catalán entonces mayoritario, porque este había participado activamente, de la mano de Miquel Roca, en la redacción de la Constitución de 1978. El núcleo del Estado se olvidó del papel esencial de los “periféricos”, como los denominaban en Madrid. Los separadores centralistas hicieron mucho ese día para alimentar el separatismo catalán.
 
En 1977, había que reforzar la democracia. En 1981, había que hacer lo mismo, todavía, pero alguien ya había pensado que el bebé necesitaba jarabe de recentralización para crecer vigoroso. La Loapa (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico), que era un proyecto del presidente Calvo-Sotelo previo al golpe, fue descafeinada por el Tribunal Constitucional, que dio la razón a los nacionalistas catalanes y vascos. No obstante, el espíritu de la Loapa (y un talante regresivo) se injertó en la criatura. Paulatinamente, la recentralización fue un hecho, sobre todo a partir de la mayoría absoluta de Aznar, el año 2000. Hoy, debemos consignar todo esto, para comprender los recelos que la jugada de Sánchez provoca en el PNV, en ERC, en JxCat, y en cualquiera que tenga algo de memoria.

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