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Francesc-Marc Álvaro | Un belén de Praga
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17 dic 2020 Un belén de Praga

Compré el belén de madera que se ve en la fotografía que ilustra este artículo en una tienda del centro de Praga, un año y medio después de la revolución de terciopelo que llevó a la presidencia de Checoslovaquia al escritor y disidente Václav Havel. Este año me ha dado por montar este pesebre de figuras troqueladas que, luciendo vestidos de un vago y fabuloso siglo XIX, subrayan el anacronismo como versión comprensible de un misterio que es intemporal a la vez que indisociable de la historia. Tal vez fue una premonición, porque no puedo dejar de pensar que, entre los personajes típicos de mi pesebre checo, se mueve camuflado el fantasma flamante de John le Carré. La chica del tambor –creada por el genial escritor de novelas de espías– aguarda siempre en el puente de Carlos, al atardecer; sólo hay que saber mirar para dar con ella.
 
Praga bajo la luz de la libertad, verano de 1991. La mejor cerveza, las risas más encantadoras. Más tarde, en dos ocasiones, regresé a la capital checa, cuando los aires del desencanto poscomunista ya empezaban a enfriar la ilusión de la recuperada democracia. Me quedo con la instantánea de la ciudad que, recién terminada la guerra fría, se gustaba ensayando la esperanza, mucho antes de que el país se dividiera en dos repúblicas, por iniciativa de los eslovacos, que desmentían así el tópico según el cual la secesión es siempre una causa de los ricos. La Praga de los primeros tiempos democráticos tenía música de clarinete callejero y, a la sombra del castillo, la vida parecía fluir hacia un futuro que podía sortear el revanchismo y la ley del péndulo oportunista. El añorado Vázquez Montalbán también la amó: “La llamaron Praga /los viajeros del norte / mas no tiene nombre / para los fugitivos del sur / encrucijada de invasores / nostalgias salmos banderas / sin asta”.
 

Me quedo con la instantánea de la capital checa recién terminada la guerra fría

 
Todos los pasados surgían al paso del viajero, entre los tenderetes donde era fácil comprar insignias y objetos relacionados con el sistema derrocado. Ahí estaban los ecos de la primavera de Praga y del estudiante Jan Palach, del golpe de Estado comunista de 1948, de la ocupación nazi y el atentado de la resistencia contra Reinhard Heydrich, de los años fundacionales de Masaryk… Y Kafka, saliendo del Café Louvre, donde se reunía con sus amigos Max Brod, Hugo Bergmann y Felix Weltsch. El autor de La metamorfosis escribió esto en sus Diarios , 19 de junio de 1916: “La extraña luz crepuscular de la época estival en el vacío nocturno del puente”.
 
Atravesé el puente varias veces. Ivan Klíma, editor y escritor, me regala la clave para entender este paisaje: “Praga no tiene muchos monumentos públicos o placas conmemorativas, pero sí tiene muchos edificios en los que se encarceló, ­torturó o ejecutó a gente inocente, normalmente a la mejor gente del país. Parte de la discreción de Praga consiste en que no exhibe estas heridas, como si deseara olvidarlas lo antes posible”. Las heridas de Praga son las heridas de Europa entera, porque los espejos morales perduran mucho más que los regímenes, y las actitudes nos definen más que cualquier doctrina, sobre todo cuando las comparaciones exigen demasiadas notas a pie de página. La transición checa y la transición española no tuvieron nada que ver y, no obstante, las sociedades tienden a pa­recerse brevemente –en ciertas cosas– cuando dejan atrás la dictadura. El poder pierde toda autoridad y aparece la grieta, son solo unos segundos. Luego, alguien rellena esa grieta con lo que sea. Con materiales de calidad diversa, de procedencia incierta, de solidez no siempre acreditada.
 
Las obras del checo exiliado Kundera nos dieron –siendo jóvenes– una brújula que guardamos en el botiquín de urgencias. En El libro de la risa y el olvido, hay una revelación: “ Lítost es una palabra checa intraducible a otros idiomas. Representa un sentimiento tan inmenso como un acordeón extendido, un sentimiento que es síntesis de muchos otros sentimientos: la tristeza, la compasión, los reproches y la nostalgia. La primera sílaba de esta palabra, si se pronuncia alargada por el acento, suena como la queja de un perro abandonado. Busco para ella, también en vano, un símil en otras lenguas, aunque no soy capaz de imaginarme cómo puede alguien sin ella comprender el alma humana”. La pandemia nos ha dejado la lítost en el felpudo de la puerta de casa. Contemplo mi pesebre checo y, tras la felicidad plegable que produce la pequeña escenografía tradicional, noto que la lítost acecha.
 
Praga va y viene. La excelente escritora y traductora Monika Zgustova, praguense afincada entre nosotros desde hace años, me contó su aventura del exilio con su familia, durante una mañana en un bar de Nueva York, donde el azar hizo que coincidiéramos, no recuerdo el mes ni el año. Entendí, en ese momento, que la capital de Bohemia se pega al visitante para siempre, como la culpa y la duda anidan en el bolsillo más oculto del abrigo de los espías de Le Carré. Praga va y viene, el Golem ha es­capado del rabino Löw, y el tiempo se di­luye en el reloj del ayuntamiento de la ­Ciudad Vieja.

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