25 ene 2021 Domingo de carnaval
Si el coronavirus no hubiera puesto la vida al ralentí, el 14 de febrero iríamos a votar disfrazados, como corresponde al domingo de carnaval. A día de hoy, y estando a merced del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya (TSJC), todo hace pensar que, en vez de ir enmascarados, acudiremos al colegio electoral con mascarilla, que no es lo mismo. Sin covid, habríamos visto, tal vez, a un presidente de mesa ataviado como la caperucita roja, un interventor con una careta de gorila, y más de un elector luciendo la panoplia de Harry Potter o de Mike Wazowski. Pero eso no pasará. Si los magistrados no lo detienen, todos pareceremos figurantes de las teleseries Urgencias o New Amsterdam . Figurantes un poco acojonados.
 
El carnaval es una fiesta que consiste en parodiar la realidad (en los orígenes, era una subversión tolerada del orden) para criticarla, un ejercicio catártico que ha perdido su sentido profundo, porque hoy todo el año es carnaval, tendencia que el universo digital ha multiplicado. ¿Quieren carnaval mejor que el ataque de los trumpistas al Capitolio? Hemos dado el vuelco al marcador y los que tienen algún poder son –a menudo– su propia parodia, ya sea en Washington DC, Bruselas, Madrid o Barcelona.
 
La política se ha carnavalizado sin traba y la caricatura ya no se puede distinguir fácilmente de su referente
 
La política se ha carnavalizado sin traba y la caricatura ya no se puede distinguir fácilmente de su referente. Y no lo digo porque Illa sea un candidato disfrazado de ministro (de perfil) de Sanidad (o viceversa), o porque Puigdemont sea cabeza de lista pero no sea presidenciable (y parezca que Borràs le guarda el puesto a Canadell), o porque Carrizosa guiñe el ojo a la vez a los votantes de Vox y a los del PSC, o porque Albiach hable como si los comunes no formaran parte del Ejecutivo español, o porque Aragonès no parezca responsable de los errores de gestión, o porque Sabater dé lecciones a los demás tras haberse dejado quitar la alcaldía de Badalona, o porque Chacón se presente como si no hubiera formado parte de un Govern desbaratado, o porque el ultra Garriga parezca más moderado que Casado (que lleva días haciendo su particular desfile catalán, no se debe fiar del candidato Fernández). Todo eso inquieta, pero no sería suficiente para hablar de una mascarada.
 
Lo digo, sobre todo, porque cuesta encontrar algún momento de verdad en que los partidos transmitan algo que no sea tacticismo, excusas gastadas y espuma. Algún instante en que asuman sus errores y se dirijan al ciudadano tratándolo de manera adulta, defendiendo su proyecto (si lo tienen) sin abusar de la demagogia. El carnaval es el reino de lo grotesco y su efímero soberano tiene licencia para destripar. La campaña electoral, en cambio, debe evitar el sesgo grotesco, pero no vamos por buen camino. Será también –me temo– una metacampaña, donde se discutirá sobre el TSJC y las intenciones de unos y otros.
 
Dicen las encuestas que todo dependerá de cómo se mezclan la incertidumbre, la indiferencia, la fatiga y el miedo al futuro. Y la clave puede estar en manos del partido que consiga conjurar a más abstencionistas potenciales. Recuerden que, pase lo que pase, tras el carnaval siempre llega la Cuaresma.