14 ago 2021 Sillas al fresco
Quieren que las tertulias de vecinos que tienen lugar en las calles por la noche, ante la puerta de casa, sobre todo en verano, sean declaradas patrimonio inmaterial de la humanidad. Es una iniciativa del Ayuntamiento de Algar, un pueblo de mil habitantes de la sierra de Cádiz. Se trata –dicen– de preservar esta costumbre, que estaba muy extendida en las Españas hasta los años setenta del siglo XX, y no únicamente en localidades pequeñas, también en ciudades y barrios de una gran capital como Barcelona.
Hubo un tiempo en que la gente, por la noche, no se conectaba a las plataformas de series y no tenía aire acondicionado (ahora lo tiene y no lo usa porque la factura es desorbitada). ¿Qué había? La palabra y el vecindario, nada más. Y la mecánica era fácil, no se requerían grandes preparaciones: sacar sillas a la calle, frente a las casas, y sentarse a charlar; a menudo se hacía después de cenar, pero también antes, según los horarios y los lugares. Era una actividad espontánea y regular, que coincidía con las horas en que el sol regalaba un poco de descanso tras el bochorno. Todavía lo viví, de niño, cuando ya era un fenómeno crepuscular en una ciudad donde los bloques de pisos, la televisión, el aumento del tráfico, el turismo y una modernidad apresurada se cargaron muchas formas de sociabilidad que ahora –¡paradojas!– hay quien quiere reimplantar, como quien descubre la sopa de ajo a la luz caliente de las redes sociales. Para entender el contexto: la calle donde vivía mi abuela paterna no estaba asfaltada y, cuando llovía, el barro permitía que los chiquillos hiciéramos ahí un festival; no describo el mundo rural, eso estaba en Vilanova, población industrial cerca de la gran metrópoli. Sí, nuestra modernidad es producto del microondas.
Hubo un tiempo en que la gente no se conectaba a las series y no tenía aire acondicionado
La base de esas tertulias al fresco era la contemplación, el chisme, la memoria y otra concepción del tiempo. Contemplarlo todo como forma de conocimiento, el chisme como expresión de curiosidad y grasa de la comunicación, la memoria para vincular el instante al legado de los mayores, y el tiempo vivido sin la desazón de reventarle los límites, que es lo que hacemos ahora. Aquel tiempo pesaba más, pero, a la vez, se elevaba como si nada. Los vendedores a la moda dirían que las tertulias en la calle eran “una experiencia”, porque ahora todo tiene que serlo, pero era solo la vida normal de muchos, ni más ni menos. No era nada especial, no hay que mitificarlo hoy con el barniz de la nostalgia. La gente iba tirando, no pretendía tener experiencias, ni falta que le hacía.
La vida de la mayoría de los que sacaban las sillas al fresco nacía de una larga lucha contra la necesidad, la precariedad y la desigualdad. Eso no significa que no fueran felices, claro. Debían de serlo, más o menos, como hoy. Vivían sin nuestros estándares de bienestar, que quede claro. La imagen que conservo de esos corros, con algunas mujeres que se abanicaban y algunos hombres con el cigarrillo en los labios, es la de gente que había aprendido a vivir con lo que tenía, sin hacer de ello relato heroico ni lección moral, cosas que hoy proliferan y constituyen una matraca incesante.
Los que se sentaban a charlar no esperaban nada, salvo la marinada o un poco de levante que hiciera pasable el rato; hablar de todo y de nada era gratis. Pequeños y grandes se entregaban a un ejercicio ancestral, el primero que las tribus practicaron junto al fuego, cuando la escritura era exclusiva de chamanes y sacerdotes. El tío Baixamar, que se sentaba en una pequeña silla de enea, me explica que, en los corros de su tiempo, siempre había aquel que andaba ensimismado, como si no estuviera. También recuerda que los veraneantes barceloneses, inicialmente, no acostumbraban a sacar las sillas a la calle, hasta que –liberados de prejuicios– entendían que ese rato los proveía de grandes beneficios para el cuerpo, la mente y el espíritu, casi más que los baños de mar. A veces, el corro o el semicírculo de sillas se veía ampliado con alguien que pasaba por allí.
La última vez que participé de una tertulia al fresco fue en Alaior, en Menorca, invitado por unos amigos generosos del apreciado colega Marçal Sintes, hace más de veinte años. El cielo era claro, los relojes sobraban y el centro del universo estaba bajo nuestros pies. Mientras Vicent y Joana soltaban historias y chistes sobre piratas, curas y fabricantes de zapatos, el resto escuchábamos, reíamos, comíamos sandía y éramos –sin exagerar– felices.