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Francesc-Marc Álvaro | Guardiola i nosaltres
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09 sep 2011 Guardiola i nosaltres

He detectado que la concesión de la Medalla d’Or del Parlament a Pep Guardiola, que tuvo lugar ayer, ha generado en algunas gentes aquel tipo de comentarios tan propios cuando alguien tiene éxito y que resume a la perfección la siguiente frase: «¿No creéis que nos estamos pasando?». Ante estas reacciones, Joan Fuster quizás hablaría de escepticismo y Joan Sales de hijodeputismo, que es una actitud que mezcla envidia, miseria, estupidez y miopía a partes iguales. El hecho es que la tribu catalana lleva tantos siglos de autoodio e inseguridad que tiende a la destrucción sistemática de sus ídolos, incluso cuando estos son abanderados de valores tan estimables como los del entrenador del Barça. El asunto puede hacer llorar, pero vale más abordarlo sin dramatismo, con pragmatismo, para tratar de limpiar las telarañas que no nos dejan ver el cielo.

Que Guardiola es un profesional brillante no tiene ningún tipo de discusión. Que Pep es un ciudadano que transmite, además, una visión positiva del deporte y de la vida está lejos de toda duda. Así las cosas, el resto de los debates circula por el camino de la psicología recreativa, y se puede escuchar cómo hay quien se siente molesto por el tono humilde del técnico (y entonces concluye que es una impostura arrogante) y quien se siente molesto por las formas educadas y moderadas de su discurso (y entonces concluye que sufre falta de sangre y de nervio), o quien se siente molesto por sus gustos, aficiones y amistades (y entonces concluye que es un esnob que sólo quiere quedar bien). Puesto en el escaparate mediático, cualquier famoso puede ser atacado, juzgado y condenado de la manera más gratuita, bestia y absurda. Desgraciadamente, Guardiola no se salva de esta inercia. Y los reproches más envenenados que se le hacen no provienen, precisamente, del Real Madrid ni de sus entornos afines. La pulla casera hiere más y con más mala leche, aunque lo haga con sordina y por detrás.

No está nada mal que el Parlamento del país reconozca los méritos de quien los tiene. No sobran ejemplos de enjundia y, por tanto, entiendo este homenaje como un ejercicio de pedagogía en un tiempo en que sufrimos la glorificación de figuras lamentables que no hacen otra cosa que corromper el aire con idioteces que, como se decía antes, enajenan al personal hasta dejarlo sin neuronas. La Cámara catalana, tan carente de poder verdadero, se dignifica a sí misma cuando destaca el honor de un ciudadano que sobresale de manera incontestable. ¿Dónde está el problema?

Supongo que a Guardiola todo esto le incomoda. Y también le debe de hacer ilusión. Es normal. Mientras, para el nosotros colectivo, estos reconocimientos resultan una prueba de fuego, porque hacen aflorar todas las paranoias. No es que Catalunya sea un país demasiado pequeño, es que a menudo no nos creemos de veras que también podemos estar con los grandes.

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