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Francesc-Marc Álvaro | Una cullera per tallar
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07 mar 2012 Una cullera per tallar

No es cierto que la crisis actual haya descolocado más a la izquierda que a la derecha europeas, todo el mundo está desconcertado. La diferencia radica en la actitud. La socialdemocracia duda demasiado de su método reformista y parece que se deja llevar más por las emociones que por las razones cuando interpreta las nuevas protestas y, entonces, tiende a querer imitar como sea a los movimientos que hacen impugnaciones generales al sistema, se llamen indignados o no. Al ver recular sus votos en las urnas, los partidos socialdemócratas quieren recuperar vigor mediante el contacto con el magma de una contestación que, cuando intenta formular una alternativa, se inspira en las doctrinas típicas de los partidos ubicados a la izquierda de los socialistas, especialmente de los extraparlamentarios. Esta paradoja tiene algo que chirría: la atracción fatal y repentina que experimenta el partido grande que articula el espacio de izquierda por lo que siempre ha sido testimonial y ha estado desconectado de las mayorías sociales.

Si la socialdemocracia no está segura de su identidad, la izquierda entra en la dimensión desconocida. Faltan ideas, claro está. Lo dice incluso el señor Hessel. Pero seamos justos: las ideas van escasas en todas partes, no sólo en el territorio de la izquierda. Tampoco los conservadores, los liberales o los democristianos tienen un pronóstico muy redondo que inspire optimismo. Las obligaciones del marco institucional europeo reducen mucho la imaginación de los gobernantes, que deben gestionar unos compromisos de una dificultad extrema ante una ciudadanía enfadada, desconfiada, inquieta y que no acaba de comprender lo que pasa. Nadie lo sabe, los políticos manejan un diagnóstico provisional, nada más.

Me parece que Edgar Morin resume bien el cuadro general, lo leímos en el Magazine de La Vanguardia del pasado 19 de febrero: «Estamos en una crisis que no es sólo económica, demográfica, ecológica, moral. Es una crisis de civilización, una crisis de la humanidad. Si no pensamos en este marco, estamos condenados a la impotencia. Hay que pensar en otra vía, lanzando reformas múltiples, hay que preparar un nuevo camino». Los políticos nunca nos cuentan esto. Cuesta admitir que el mundo que estamos viviendo es, para nosotros, como aquella época entre el antiguo régimen y la revolución industrial, cuando los artesanos se dedicaban a destruir las primeras máquinas porque sentían el futuro como una amenaza que los expulsaba de su precaria seguridad.

Josep Cuní organizó la semana pasada un muy oportuno y clarificador debate en su programa en 8tv sobre el polémico proyecto Eurovegas, que tanta tinta hace correr. La discusión embrollada sobre esta inversión no es únicamente una jaqueca local, sino que aparece como la metáfora más resplandeciente del tipo de sueños y miedos que modelan muchas sociedades desarrolladas, asediadas hoy por la recesión y el paro. Estamos tan mareados, que creemos que una apuesta como Eurovegas puede salvar o estropear todo un país cuando, en realidad, todavía no nos hemos dado cuenta de que todo pasa a la vez y muy rápidamente, y que debemos cambiar la forma como nos pensamos ante los retos. No para aceptar o rechazar mecánicamente Eurovegas o lo que venga, sino para empezar a hablar de otra manera de todo lo de que nos descoloca.

La izquierda está en la oposición y la derecha gobierna. Podría ser al revés. Ni unos ni otros tienen el certificado de garantía que asegure que el aparato no se romperá. La reforma laboral que impulsa el Gobierno central forma parte de este momento en que la política parece que ha declarado la guerra a la gente con el pretexto de que vale más cortar a tiempo que dejar que el mal gangrene la pierna. Porque no se explica bien la madeja en la que respiramos. En teoría, todo el mundo acepta que había que poner al día la normativa laboral, pero, después, la concreción enciende todas las alarmas, porque a la desconfianza general se añade la desconfianza por la picaresca ancestral de nuestro entorno: la que practica al empleado listillo y la que practica el empresario irresponsable, figuras nocivas que acaban complicando la vida a la mayoría.

Calle y elecciones no son intercambiables, pero deben leerse de manera simultánea y afinadamente. Los sindicatos han de decidir si convocan huelga general para el día 29, un ritual que, según la nariz y las encuestas, no despierta gran entusiasmo en la gente. ¿Solucionará alguna cosa una huelga general en estos momentos? Nada. Una huelga general es una huelga política contra un gobierno o un régimen y ahora el problema de fondo no es ni Rajoy ni la democracia parlamentaria. Es mayor. Es más difuso. La huelga general sería como utilizar una cuchara para cortar carne, un utensilio equivocado. Nos aferramos a formas del pasado.

El director de la versión de El mercader de Venècia que se puede ver en el Teatre Nacional de Catalunya abre su montaje con una manifestación donde no falta la pancarta contra los recortes. No aporta nada a la obra de Shakespeare, pero eso es un detalle menor cuando se trata, sobre todo, de exhibir el compromiso del creador, y menos si hay dinero público. Los nuevos tiempos exigen imaginación, pero es más fácil –dentro y fuera de los teatros– ser extravagantes que originales.

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