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Francesc-Marc Álvaro | Continuarà cremant
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04 abr 2012 Continuarà cremant

Los gobernantes quieren volver a reformar el Código Penal para frenar la actividad de la guerrilla urbana -es más exacto que hablar de vándalos, gamberros o antisistema- que ha hecho de Barcelona el escenario de sus representaciones y el confortable santuario de sus miembros locales y extranjeros. Soy escéptico sobre la concreción final de este endurecimiento y sobre su eficacia en caso de llevarse a cabo. Y soy contrario a modificar derechos básicos como el de reunión. Además, está el riesgo de que la presión anunciada sobre este movimiento destructivo acabe convirtiendo en mártires a sus elementos y que el poder público se vea superado -eso ya pasa desde hace tiempo- por la oleada de victimismo sistemático que acompaña todas las detenciones que tienen lugar a raíz de jornadas de violencia extrema como la del pasado día 29. Los hechos demuestran, desgraciadamente, que las fuerzas policiales no controlan, mediante operaciones de inteligencia, un fenómeno que crece, que es cada vez más agresivo y que disfruta de varias complicidades directas y difusas.

¿Por qué la capital de Catalunya se ha convertido en el parque temático de una guerrilla urbana que desafía las instituciones democráticas y que actúa con una impunidad extraordinaria? Estos días, muchos expertos han hablado del malestar que genera la crisis económica para explicar la razón de ser de este movimiento destructivo. Como si la guerrilla urbana no hubiera existido en Barcelona antes de los recortes presupuestarios o la reforma laboral y no llevara años arraigando con total comodidad, mientras las autoridades han dejado hacer. Esta violencia juvenil de cara tapada y móvil en mano sería, según el diagnóstico más aceptado, el síntoma más alarmante de una enfermedad social de gran alcance. Un acceso de fiebre. Frunzo el ceño ante este salto argumental que conecta directamente el malestar con la piromanía. Pienso, como Hannah Arendt, que las metáforas orgánicas no hacen nada más que animar los disturbios «porque los glorificadores de la violencia podrán recurrir al hecho innegable que, a la hora de conservar la naturaleza, la destrucción y la creación no son nada más que las dos caras de todo proceso natural». No es casual que el fuego fascine tanto a esta gente, es el elemento que destruye con más eficacia y que, a la vez, purifica. El mundo que vivimos -antes de la crisis y ahora- no se puede reformar, debe ser hundido y purificado, todo debe arder. El cartel de un partido extraparlamentario que llamaba a la huelga general mostraba una caja de cerillas como símbolo. Ellos son los puros, los salvadores, los héroes de la barricada. Todo esto es muy rancio y muy primario, como el anarquismo de hace cien años. Pero se difunde a gran velocidad.

El hecho de que Barcelona sea una ciudad que se pretende de izquierdas, progresista, comprometida con todos los oprimidos de la Tierra y solidaria con las causas más emblemáticas debería impedir que la guerrilla urbana prendiera fuego cada dos por tres. Aquí los jóvenes puros de mecha y piedra fáciles han encontrado calor y comprensión, incluso la adhesión de una antigua teniente de alcalde ecosocialista que se declaraba antisistema sin bajar del coche oficial. Pero lo cierto es que esta lógica no funciona y la guerrilla urbana planta cara donde lo tiene más fácil.

Una explicación interesante la da el pensador Slavoj Zizek, un brillante teórico marxista que no debe ser muy extraño a los líderes de este movimiento. Él considera que el gran enemigo a abatir para el auténtico revolucionario es la figura del comunista liberal, que nosotros llamaríamos pijoprogre, porque encarna las estrategias hipócritas de un Occidente que, desde la indignación moral, simula actuar urgentemente sobre los daños globales pero que, en realidad, «no te deja tiempo para pensar». Un ejemplo que el autor esloveno cita de esta actitud es la cadena Starbucks -¿les suena?- por haber hecho una campaña según la cual «con cada taza de café que tomabas, salvabas la vida de un niño» de Guatemala.

No hay duda de que, en Barcelona, la actitud pijoprogre y sus imaginarios tienen un protagonismo especial, sólo superado en Europa por sus homólogos de París. De comunistas liberales o pijoprogres hay un buen puñado entre las élites locales y eso -según parece- provoca la rabia de los puros. A cambio, los pijoprogres de Barcelona tratan de entender en todo momento los motivos de estas criaturas extraviadas y, por si acaso, sospechan siempre de la policía. La manera como nuestra sociedad considera los servidores del orden público democrático y sus acciones no ayuda precisamente a resolver estos complicados fenómenos.

La violencia es atractiva. La violencia ejercida con impunidad todavía lo es más. Y la violencia impune, multiplicada por los medios y aliñada con retórica pseudo-revolucionaria es una experiencia única. La guerrilla urbana ha conseguido lo que quería: reconocimiento mundial. Cada ocasión de salir a reventarlo todo es un gran videojuego. Cada batalla con los antidisturbios es un reto que puntúa. Cada paisaje de destrucción es una victoria. Barcelona parece a punto de rendirse. La ciudad seguirá ardiendo. Sólo hay una solución y pide poco ruido: inteligencia, inteligencia y más inteligencia.

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