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Francesc-Marc Álvaro | Flors de plàstic dels xinesos
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02 nov 2012 Flors de plàstic dels xinesos

Los niños, ahora, parece que no van mucho a los cementerios. Los padres les quieren ahorrar todo lo tiene que ver con la muerte, que es un hecho que a todos nos llegará, excepto al gran cómico Eduard Punset, que lo puso en duda con su habitual gracia. El aprendizaje de la muerte –para decirlo como si yo fuera un personaje de la contraportada de este diario– es algo muy sano y muy higiénico, sobre todo para rebajar los niveles de estupidez estructural, factor que (no hace falta que ponga ejemplos) siempre acaba afectando al PIB de los países. Cuando yo era una criatura, tuve la suerte de que mi madre me hiciera ir varias veces al cementerio, a llevar flores a los abuelos y a rezar ante sus tumbas. El culto a los muertos –sin caer en exageraciones– es importante y sólo una sociedad que cree vivir en el presente permanente puede olvidarlo.

Al llegar estas fechas, mi madre se ocupaba de que las tumbas de la familia tuvieran la dignidad que toca. Limpiaba las lápidas y compraba flores, para que los nichos lucieran como es debido. Las flores siempre eran naturales, por supuesto. Había que adquirir ramos –casi siempre en la desaparecida floristería El Campanar– de una cierta entidad, no cualquier cosa. No le pasaba por la cabeza que pudieran ser de otra manera. Hoy, según observo y me cuentan, las tiendas de chinos hacen el agosto con las flores de plástico. Hace unos días, el agosto fue con las estelades y hace unos meses con las banderas españolas. Lo que no encuentres ahí no existe.

Llámenme sentimental, pero eso de llevar flores de plástico a los difuntos me provoca tristeza. Es empequeñecer la muerte y aproximarla a la estética de los supermercados. Como el día que vi a un empleado de la funeraria trasladando el recipiente de las cenizas de mi madre en una bolsa como las que te dan cuando compras en una tienda de regalos para el hogar. Hay gestos que rompen el mundo.

Ya sé que las flores de plástico no son un invento de los chinos, cuando yo era chico ya se habían inventado. Los comerciantes orientales sólo las ponen más a nuestro alcance y, entonces, por comodidad o por la crisis o porque no tenemos ningún sentido del deber, somos capaces de perpetrar el crimen y colocamos unas flores made in China en la tumba de nuestra querida abuela. Un ángel del buen gusto debería pegarnos un tortazo.

Quería escribir inicialmente sobre un debate típico de estos días, aquello tan bonito de elegir entre la castañada o el Halloween, que es una discusión de los años noventa. Me ha entrado pereza, sinceramente. Porque la realidad, que tiende a la síntesis, ya ha resuelto este contencioso folklórico-cultural: panellets y calabazas, y lo que se tercie. La Catalunya futura será de suma o no será. Pero sin flores de plástico, si puede ser.

 

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