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Francesc-Marc Álvaro | Populisme ministerial
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18 feb 2013 Populisme ministerial

Vivimos días en los que se utiliza mucho la etiqueta populista. Ciertos diagnósticos ante la crisis y, sobre todo, ciertas soluciones no pueden ser calificadas de otra manera. Hay populismos de todo tipo, unos hacen reír y otros dan miedo. El populista basa la política en tres operaciones: simplificación de los problemas, explicación de soluciones milagrosas y voluntad explícita de explotar con demagogia todo tipo de malestares ciudadanos. Tendemos a identificar el populismo con un fenómeno que surge en los extremos del arco parlamentario y en las fronteras del sistema, pero no siempre es así. El populismo también puede venir del corazón de la política oficial. Hay un ejemplo reciente: la reforma para la Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, presentada por el ministro Cristóbal Montoro.

Todo surgió de una declaración de esas que los gobernantes hacen para liberar presión y salir del paso. Ante las quejas de la gente sobre el número supuestamente alto de cargos políticos en las Españas, en un clima creciente de descrédito de la democracia, Rajoy se sacó de la chistera, el verano pasado, una solución para calmar los ánimos y anunció que suprimiría al 30% de los concejales. Más tarde, a la hora de ponerlo sobre papel, el asunto ha variado sensiblemente: la reforma de Montoro consiste en ordenar que el 82% de los ediles no cobren retribución alguna, una cifra que llama la atención si se tiene en cuenta que la Federación Española de Municipios y Provincias mantiene que ya es un hecho que en torno al 80% de los concejales se dedican a la cosa pública gratis et amore.

Un Estado que fuera serio no confundiría una reforma de la administración local con una chapuza improvisada para simular que la democracia es menos cara de lo que es. Si la España de las autonomías ha generado un exceso de cargos dedicados a la gestión, la solución sería analizar con criterios de subsidiariedad y eficiencia las duplicidades y, después, recortar lo que competencialmente no cuadrara, empezando por algunos ministerios que no tienen ningún sentido. En el caso catalán -hay que decirlo claramente- cuesta mucho justificar que las diputaciones mantengan intactas sus estructuras junto a las de los consejos comarcales, una realidad sobre la cual los partidos siempre pasan de puntillas.

Esta reforma del Gobierno no tiene visión de conjunto, es intervencionista, centralista, antigua, demoniza la política local de manera irresponsable y, con mentalidad prohibidora, remarca que los ayuntamientos no podrán asumir competencias que no establezca la ley, como si no hubiera realidades diferentes en el mapa. Es un artefacto mal pensado y mal hecho que, en vez de mejorar la democracia y la gobernabilidad, sólo servirá para criminalizar un poco más a los que se dedican al arte de lo posible desde abajo.

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