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Francesc-Marc Álvaro | Montoro i l’Estat creïble
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12 dic 2013 Montoro i l’Estat creïble

Los teóricos clásicos afirman que la primera misión de cualquier Estado es preservar la seguridad de los ciudadanos -antes súbditos- que forman parte de este. Con el correr de los siglos, hemos ido pasando de lo que los expertos llaman poder condigno -basado en la amenaza, el uso de la fuerza y el castigo- al poder compensatorio -que ofrece una recompensa o incentivo- y, sobre todo, al poder condicionado, que es el propio de las sociedades democráticas actuales, basado en la creación más o menos sutil de grandes consensos, a partir de la educación, de los medios y de la opinión pública. Para decirlo brevemente: un Estado democrático presentable debe intentar convencer a sus ciudadanos, no sólo vencerles. Y debe asegurar hospitales y escuelas para todo el mundo, así como una vida digna, además de segura. A cambio de hacer eso, el Estado contemporáneo se siente legitimado para recaudar impuestos de manera teóricamente justa y equitativa. Si tienen la suerte de vivir dentro de la UE, se supone que, además, existen unos derechos fundamentales y unos compromisos que obligan a todos los gobiernos miembros.

España es oficialmente una democracia moderna integrada dentro de la UE, pero, a veces, hay quien tiende a olvidarlo. Por ejemplo, el ministro de Hacienda, Montoro, que parece ejercer el cargo como quien tiene un huerto particular y que, últimamente, hace y dice cosas que, en otros países, acostumbran a conducir al cese fulminante. Si hay un asunto que separa las democracias de verdad de las pseudodemocracias es la gestión del dinero público. El ciudadano parece dispuesto a soportar o entender muchas incompetencias y corruptelas menos las que le recuerdan su papel como contribuyente. En este sentido, el responsable de Hacienda de cualquier Estado que se pretenda creíble y fiable debe mantener una actitud casi sacerdotal y contenida, de una pulcritud ejemplar en el gesto y en la palabra, que otros ministros no hace falta que sigan, excepto quizás los que se relacionan con los militares y los policías. La crisis inexplicable de la Agencia Tributaria, rodeada de rumores y medias verdades que las encrespadas palabras del ministro no disipan, es un episodio gravísimo y un síntoma del desbarajuste político español. Un asunto que provoca alarma social.

Una vez hemos asumido que vivimos en un creciente descrédito de la política y de los políticos, hay casos y casos. La mirada del ciudadano-elector se está acostumbrando a aceptar, por ejemplo, que las cuentas de muchos partidos son turbias, pero todavía hay la esperanza de que algunos ámbitos queden al margen de la contaminación. Uno de estos espacios sagrados es -o era- la Agencia Tributaria, implacable maquinaria que debería hacer su trabajo sin tener en cuenta las reyertas partidistas ni -por descontado- las filias y fobias del ministro de turno, ya fuera amigo o enemigo de artistas, periodistas o rivales políticos. Se trata, como es obvio, de principios elementales de profesionalidad y neutralidad de una administración democrática. Cualquier sombra de favoritismo, sectarismo o arbitrariedad en estos asuntos es una bomba de efectos incalculables.

Desde el Congreso, ayer mismo, Montoro dio a entender que las críticas que recibe de los medios tienen relación con los problemas fiscales de las empresas del sector. Feo. Impropio. Extraño. Más digno de un político antisistema con ganas de crear follón que de un ministro de Hacienda de un Ejecutivo que se reclama miembro de la familia popular europea. Es como si Montoro tuviera nostalgia de aquel poder condigno que definía los Estados antiguamente, cuando la voluntad del que mandaba atemorizaba a la gente con el simple anuncio del dolor que sufriría el que se saliera de la norma. En este sentido, la política del titular de Hacienda es antipolítica porque es primaria, es el recordatorio del palo.

El apreciado Juan Carlos Girauta, columnista del diario ABC con quien coincido en las tertulias televisivas de 8tv, dijo en el programa de Cuní que el diagnóstico del independentismo catalán es correcto cuando señala que «España no funciona». Subrayo este juicio porque proviene de un colega catalán que ha dicho y ha repetido públicamente que no participa de las premisas del soberanismo y que, llegado el caso, votaría no a la independencia. Girauta, de quien estimo la actitud desde la discrepancia en asuntos políticos, puso el dedo en la llaga: España no funciona y, por lo tanto, no ofrece un proyecto atractivo. Ubicar el problema en esta dimensión general es inteligente por parte de aquellos que, de manera legítima, quieren mantener Catalunya dentro del marco español. Lo que pasa con Montoro y con la Agencia Tributaria (donde hay sobresalientes profesionales que no tienen nada que ver con las manías del ministro) alimenta la idea de un país que no acaba de tirar y que infunde desconfianza interior y descrédito exterior. Ante eso, no se ve una reacción de envergadura de los que afirman estar muy preocupados por los destinos de España.

Desde la transición que oigo hablar del sentido de Estado a los políticos de Madrid. Es como un mantra. Pero muchos de los que lo repiten obsesivamente no lo practican. El Estado creíble exige confianza y esta reclama convencer más que amenazar y tratar a todo el mundo de sospechoso.

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