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Francesc-Marc Álvaro | Els uns i els altres
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05 dic 2014 Els uns i els altres

Antes había siempre dos lugares. Quiero decir antes de la guerra. Eran dos lugares que articulaban la vida de muchos pueblos de Catalunya. Siempre era, por ejemplo, el Casino y el Fomento o el Ateneo y la Sociedad, dos entidades donde la gente iba a jugar a cartas, leer el periódico, bailar, cantar, tomar café, escuchar algún concierto, quizás a ver películas. Los nombres de estas entidades eran de lo más bonito: El Federal, El Retiro, L’Aliança, L’Agrícola, El Catòlic… Cuando el personal no trabajaba o no estaba en casa, iba allí donde había otra gente. La vida de los pueblos se articulaba de manera binaria entre los de una entidad y los de otra.

En términos políticos y sociales, la división venía a responder más o menos a la derecha y a la izquierda. En uno de los locales, estaban los que tenían alguna propiedad, algún negocio y ciertas aspiraciones. Al otro acudían los menestrales, campesinos y asalariados. Hablo, claro está, de un mundo donde los términos señor y obrero describían realidades muy antagónicas, de la misma manera que la palabra maestro, cura, notario o médico no tenían nada que ver con nuestra vida actual. Hablo de un mundo de grandes diferencias, muy polarizado ideológicamente, intoxicado por consignas primarias y resentimientos acumulados. Una vida marcada por la precariedad y el poder arbitrario, donde el latido del progreso luchaba contra el impulso de la reacción. Todo esto, una vez desatada la guerra, provocó crímenes horribles, recubiertos con la coartada de las doctrinas. El pus salió, los odios eran ancestrales. Gente que quería superar esta división salvaje -pienso en aquella Unió Democràtica o en Acció Catalana- no tenía espacio entonces.

Cuando entraron las tropas franquistas, en 1939, la sociedad de los menestrales y de los payeses fue confiscada por las nuevas autoridades, que aprovechaban aquellas paredes consideradas desafectas para instalar el local de Falange, del sindicato vertical y de todo lo que era el Movimiento. Mientras, los burócratas del nuevo orden respetaban inicialmente la sociedad de los propietarios y la pequeña burguesía, hasta que, pasado un tiempo, allí donde pensaban tener amigos aparecían actividades y figuras potencialmente subversivas, porque querían hacer teatro en catalán, traer a un cantautor o montar un cursillo sobre cooperativas.

Poco a poco, en medio de un espeso silencio, se constataba que unos y otros habían perdido la guerra. Excepto los que hicieron negocios o carrera dentro del régimen, la mayoría que había formado parte de las dos sociedades de antes estaba de acuerdo en ciertas cosas básicas. Las antiguas diferencias desaparecieron o se volvieron irrelevantes, y así hicimos posible todo aquello de 1977.

Ahora pienso en ese milagro. Ustedes quizás también.

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