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Francesc-Marc Álvaro | Ells s’ho van buscar
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15 ene 2015 Ells s’ho van buscar

No ha sido en un instituto de la banlieue sino en un instituto público de Catalunya, durante una clase de tercero de ESO donde, en medio de la materia del día, ha salido el asunto del atentado contra la revista Charlie Hebdo. Un chico, hijo de una familia magrebí, ha dado su opinión sobre los trágicos sucesos de Paris: “los dibujantes estaban avisados de que tenían que dejar de hacer bromas sobre Mahoma, ellos se lo buscaron”. Inmediatamente, la profesora ha intervenido para marcar la raya: “un asesinato nunca se puede justificar, nunca”. La docente hace su labor y el muchacho calla. El resto de alumnos escucha, unos cuantos se sorprenden y otros pasan. La clase, después, continúa con la lección. Repito, no hablo de la Francia republicana, sino de nuestro pequeño país, cuya capital es –todos los servicios de inteligencia lo certifican- uno de los puntos estratégicos para las redes yihadistas internacionales.

Leyendo ayer en este diario una de las magníficas crónicas de Gemma Saura desde la capital francesa compruebo que uno de los jóvenes que hablan con la periodista considera que “en Charlie Hebdo sabían lo que hacían. Para los musulmanes, el Profeta está por encima de todo. Eso es así, nadie lo va a cambiar”. Los niños y los adolescentes, a menudo, no hacen nada más que repetir lo que oyen en casa, con la naturalidad de quien no valora las consecuencias de ello. ¿Cuántas familias musulmanas –en Francia o aquí- justifican, en la privacidad de su hogar, los asesinatos de los caricaturistas del semanario satírico, aunque públicamente no se atrevan a hacerlo? La pregunta es incómoda y no tiene respuesta, obviamente. Ojalá sean pocas familias. Cada uno, en su casa, piensa lo que quiere, faltaría más. Pero es innegable que no forma parte de la misma categoría de pensamiento justificar el terrorismo que, por ejemplo, hablar de nacionalizar la banca, de bajar los impuestos, de aprobar las bodas gais o de cerrar las nucleares. Justificar la muerte de personas por una supuesta ofensa forma parte del mismo tipo de aberración intelectual que lleva a algunos obispos o algunos magistrados –muy católicos, por cierto- a justificar –todavía hoy- la violación de una mujer porque vestía minifalda o lucía un buen escote.

Que una parte de la población –poca o mucha- de un Estado democrático considere que un chiste que no gusta puede ser replicado con una bala o una bomba es un desafío igual o mayor que las tramas terroristas propiamente dichas o la llegada de imanes que controlan el día a día de barrios enteros. Porque nos aboca a los límites y a los déficits de la educación en los valores democráticos, así como a los posibles o reales errores a la hora de concretar con eficacia lo que es la integración en una sociedad plural y abierta. Descubrir que hay una distancia casi insalvable entre lo que se dice en la escuela y lo que se dice en algunas familias sobre la triangulación violencia-religión-libertades básicas es intuir que, al margen de la persecución de los fanáticos dispuestos a matar y morir para imponer su visión del mundo, la tarea más complicada es desmontar la legitimación pasiva que la violencia yihadista puede tener entre europeos de fe musulmana. El psicólogo Saïd El Kadaoui habla del desarraigo y la desorientación que sufren las familias magrebíes –a menudo provenientes de entornos rurales- cuando aterrizan en un contexto urbano y democrático como el nuestro o el francés. Ante el desconcierto y el sentimiento de exclusión, el integrismo puede proporcionar certezas fáciles y una identidad idealizada que se opone a la complejidad contemporánea, fuertemente influida por el relativismo.

Llegados a este punto, deberíamos preguntarnos cómo estamos dispuestos a fabricar demócratas con más garantías de éxito. Esto incluye una lucha paralela contra el yihadismo y contra toda forma de racismo y xenofobia. Un combate de argumentos desde la escuela y también llegando a los hogares donde determinados mensajes pueden tener acogida. Si hablamos de la banlieue, muchos responderán que la clave es invertir mucho más desde la administración, porque la cohesión social es el mejor cortafuegos contra la seducción de la doctrina integrista; la falta de horizontes vitales y laborales hace que algunos jóvenes se sientan más atraídos por la aventura que promete el extremismo islamista. Con todo, no siempre los que se apuntan al horror son los que han fracasado en los estudios o no tienen empleo, también encontramos –pasó en Londres- terroristas islamistas con formación superior y aparentemente integrados sin problemas. El factor socioeconómico es esencial pero no es lo único a tener en cuenta cuando queremos prevenir que una parte de los jóvenes europeos musulmanes se convierta en enemigo declarado y frontal de la sociedad democrática dentro de la cual ha crecido.

Todo el mundo habla de control, de seguridad. Queremos dar con la ecuación perfecta que nos permita seguir ejerciendo unas libertades irrenunciables mientras nos enfrentamos a una amenaza aterradora. Todo esto es importantísimo. Pero ahora y aquí me preocupa, sobre todo, el chico que levanta la mano dentro del aula para exponer tranquilamente que los dibujantes asesinados en Paris se lo buscaron y que, por lo tanto, las víctimas de la tragedia son responsables de su muerte.

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