ajax-loader-2
Francesc-Marc Álvaro | Mobilitzats, no hegemònics
3749
post-template-default,single,single-post,postid-3749,single-format-standard,mikado-core-2.0.4,mikado1,ajax_fade,page_not_loaded,,mkd-theme-ver-2.1,vertical_menu_enabled, vertical_menu_width_290,smooth_scroll,side_menu_slide_from_right,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.5,vc_responsive

21 ene 2016 Mobilitzats, no hegemònics

Su funcionamiento imita un poco el de la afición blaugrana clásica: grandes euforias y depresiones enormes, combinadas con desconciertos, enfados y desconfianzas. La base social del movimiento soberanista tiene todo el empuje y algunos de los defectos de una corriente cívica de corte emocional, por mucho que esté sustentado en argumentos económicos y sociales. Hay días en que el soberanista se gusta –cuando participa en la Via que une el país de punta a punta– y jornadas en que clama al cielo, descontento ante la complicada concreción política de sus anhelos. Los meses que van del 27-S a la investidura de Puigdemont han sido funestos para el indepe de calle, porque ha contemplado –atónito, malhumorado y desfibrado– como sus representantes se encallaban en eternas disputas que no tienen nada que ver con la batalla con Madrid.

La buena gente que se lo cree y que lo empezó todo ha sido vacunada, de rebote, contra ciertas enfermedades. Quiero pensarlo. Y esta no es una mala noticia. Gracias a una gestión penosa de los resultados ajustados de las plebiscitarias por parte de Junts pel Sí y la CUP, las clases medias –que son el grueso principal y más activo del soberanismo– se han dado cuenta de que la independencia no será una empresa rápida ni fácil. Quiero pensar que ahora todo el mundo es consciente de que la revolta dels somriures ha sido sólo el prólogo amable y admirable de una transición que exige inteligencia, habilidad y afinado sentido de los tiempos por parte de los que se han comprometido a transformar el clamor de la calle (y el 48% de votos) en decisiones políticas. La enfermedad infantil del soberanismo ha sido confundir el imprescindible voluntarismo con la simplificación. Asumir la complejidad de la empresa histórica de construir un Estado catalán no es renunciar a nada. Salvar la investidura por los pelos debería provocar una autocrítica rigurosa en CDC, ERC y la CUP, así como en la ANC y Òmnium.

Contra lo que dicen algunos, es una evidencia que este proceso viene de abajo y responde a un malestar objetivable que está ligado a un diagnóstico compartido, en parte, por autonomistas y fe­deralistas que no se engañan. Amplios sectores moderados se convierten a la independencia porque se sienten maltratados por los poderes del Estado, desde hace tiempo. No es CDC ni Mas quien mani­pula la ciudadanía con finalidades espurias. Fue al revés: una parte activa del país levanta la estelada para dejar de tener un Estado en contra y el partido que ocupa la calle del medio no tiene más opción que sintonizar con eso. Los que no lo hicieron y despreciaron esa ola se han empequeñecido o han desaparecido del Parlament, caso del PSC o de Unió.

No todos los catalanes, sin embargo, son partidarios de la independencia. En este contexto, ¿cuál es la ventaja principal del sector soberanista a pesar de no disponer, de momento, del 51%? Para mí, hay tres factores que explican su éxito: el sobe­ranismo es el único que está constantemente movilizado, está organizado en todo el país y, además, parte de una idea regeneradora y alternativa a la España inmovilista. Es cierto que el universo de Podemos y de Colau ha puesto en el mercado un proyecto que quiere ser tan ilu­sionante como el de una Catalunya independiente, pero no tiene ni la transversa­lidad ni la proyección internacional ni la capacidad de organización de los que han abrazado la estelada. Que las versiones ­periféricas de Podemos –incluida la ca­talana– no tengan grupo en el Congreso señala la distancia sideral entre las promesas y la dura realidad.

Dicho esto, la centralidad del soberanismo no implica –paradójicamente– que este disfrute de una fuerte hegemonía ideológica, social y cultural, como podría pensarse, a pesar del papel relevante de muchos académicos de prestigio favorables a esta causa. El peso político del soberanismo no se corresponde con una hegemonía fuerte en términos clásicos, gramscianos. Coincido con Josep Ramoneda cuando observa que “la presunta hegemonía del soberanismo en Catalunya tiene mucho de mito”, extremo que ilustra con dos datos: la audiencia de TV3 está en torno a un 13% y sólo dos de los periódicos de Barcelona tienen una línea editorial próxima al independentismo. Añado que las élites económicas siempre han observado este proceso con reticencia y, por otra parte, hay sectores populares entre los que no ha penetrado el discurso pro secesión. El perímetro del catalanismo cultural es mayor que el del soberanismo –como expresa Antoni Puigverd acertadamente–, pero la renuncia que el PSC ha hecho del derecho a decidir ha situado el socialismo catalán en un territorio vulnerable, a merced del fuego cruzado de C’s y Podemos.

La tensión entre la movilización ejemplar de los independentistas y la falta de hegemonía real del soberanismo es uno de los problemas que –me parece– quedarán en evidencia en esta nueva etapa del proceso y una de las debilidades que tener muy en cuenta por el Govern Puigdemont. Y las auténticas hegemonías no se construyen en cuatro días.

Etiquetas: