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Francesc-Marc Álvaro | Impostures invisibles
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14 oct 2016 Impostures invisibles

Anna Punsoda –una de las escritoras jóvenes que hay que leer siempre– explicaba en un reciente artículo la peripecia que vivió cuando hizo unas pruebas para obtener un trabajo en una prestigiosa institución privada. No le dieron la plaza y le explicaron que era porque hacían una elección conservadora, no en sentido ideológico sino funcional: querían a alguien que no tuviera la pretensión de introducir innovaciones y nuevos enfoques. Querían a alguien que aplicara dócilmente la plantilla y nada más. Los propietarios tenían todo el derecho a ello, claro. Punsoda tomó nota de esta tendencia. La sorpresa de la escritora vino después, al comprobar que el entorno de esta institución propugna, de puertas afuera, grandes innovaciones en el mundo educativo, para fomentar el espíritu crítico y “empoderar” (hoy si no utilizas este verbo no eres nadie) a los niños.

Este caso invita a pensar en la naturalidad con que asumimos las imposturas cotidianas que nos rodean y en las cuales –a veces– participamos como ciudadanos. Hacemos una cosa y decimos otra, a menudo con escasa conciencia de hacerlo. Somos los mismos que nos indignamos (con toda la razón) ante las imposturas poco disimuladas de la clase política y de las élites en general. La severidad con que juzgamos las penosas comedias morales de los que quieren dirigirnos se convierte en indulgencia cuando nos juzgamos a nosotros mismos y nuestras empresas, iglesias, escuelas, clubs, asociaciones, sindicatos, patronales, etcétera. El asunto es viejo y todos sabemos –por ejemplo– que el mundo académico denuncia muy bien los abusos de poder de los gobiernos, los partidos y las grandes corporaciones económicas mientras, de puertas adentro, no son pocas las actitudes autoritarias y arbitrarias que se dan en centros dedicados –supuestamente– al pensamiento, el conocimiento, la investigación especializada y el debate libre de ideas.

Los impostores no siempre están en lo más alto, también viven a nuestro lado. Y nosotros –cada uno– también podemos ser impostores, llegado el momento. Hemos generado un espacio público donde siempre hay que interpretar un personaje que, en realidad, no somos capaces de defender en el privado, fuera de los focos. Vuelvo a la experiencia de la amiga Punsoda: ¿cómo puede ser que unos vendedores acreditados de la vanguardia educativa gestionen su estructura con rutinas tan fuertemente opuestas a los valores que cada día predican solemnemente? Dónde son más falsos: ¿en su manera de trabajar o en lo que han puesto en el escaparate para vender?

Jordi Pujol confesó un hecho que pone al descubierto una gran impostura en una figura de dimensiones históricas. Fue un terremoto. Pujol no estaba solo. Quizás hay más impostores de los que pensábamos: invisibles, imperceptibles, absolutamente fiables en su mentira.

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