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Francesc-Marc Álvaro | Selfie amb Todorov
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10 feb 2017 Selfie amb Todorov

Tzvetan Todorov nos ha dejado. Uno de sus libros, Memoria del mal, tentación del bien, fue muy importante para mí, en un momento dado: me obligó a ­pensar de otra manera, me llevó hacia nuevas perspectivas y me abrió caminos insospechados. En este estudio ­sobre la historia, la política y los traumas del siglo XX, Todorov nos pone en guardia contra nosotros mismos y nos advierte de la facilidad de las trampas que nos ponemos desde el presente cuando contemplamos el pasado. “La memoria –escribe el pensador búlgaro– puede ser esterilizada por su forma: porque el pasado, sacralizado, sólo nos recuerda a sí mismo; porque el mismo pasado, banalizado, nos hace pensar en todo y en cualquier cosa. Pero, además, las funciones que hacemos asumir a ese pasado no son todas igualmente recomendables”. Los gobernantes deberían tener eso bien pre­sente. Ciertas políticas de memoria hacen pensar, más veces de lo que ­querríamos, en el drama de las buenas intenciones llevadas a la práctica torpemente.

Esta dislocación puede generar –y, de hecho, genera– efectos negativos que desfiguran el pasado y contaminan nuestro presente. Es todavía reciente una exposición en el Born donde el mal uso de una estatua de Franco desvirtuó el objetivo de la muestra, organizada por el Ayuntamiento de Barcelona. Las instituciones, cuando tocan la memoria, deberían ser como quien lleva un camión cargado de dinamita: conducción tranquila, segura, experta. Claro está que la memoria también es una materia golosa que sirve para envolver otros productos, como quien esconde medicinas de sabor extraño dentro de un pastel bien decorado. Si el mundo oficial hace determinados experimentos con la memoria de los años más duros, no tendría que extrañar que al­gunos individuos acaben haciéndose selfies absurdas ante los hornos crematorios y las cámaras de gas de los campos de exterminio. La confusión alimenta la banalización y esta, a su vez, favorece la pérdida de perspectiva. El resultado es la desaparición de toda empatía con los que sufrieron. El respeto que merecen los muertos y el silencio que reclama el dolor desaparecen. Su lugar es ocupado por un vacío absoluto de sentido, la esterilización de que nos habla Todorov.

El autor de la selfie en Auschwitz convive con una figura que parece todo lo contrario: el moralizador. Vivimos tiempos de moralizadores, lo cual Todorov previó lúcidamente. El mo­ralizador obtiene beneficios de señalar a los otros y de “encontrarse del lado bueno de la barrera”. Emparentado con el fariseo, lo que le define no son sus convicciones, sino la estrategia de su acción. El moralizador –avisa Todorov– “convoca a la memoria, y en ­especial a la memoria del mal, para aleccionar mejor a sus contemporáneos”. En una época de crisis y cinismo –añado yo– los moralizadores hacen su agosto.

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