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Francesc-Marc Álvaro | La herida y el horizonte
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17 oct 2019 La herida y el horizonte

Decía Isaiah Berlin, filósofo e historiador de las ideas, que todo nacionalismo “cuando menos en Occidente, se crea a causa de las heridas infligidas por la coacción”. La sentencia del Supremo contra los líderes del procés ha echado sal en la herida, como era previsible para cualquier persona mínimamente informada. Las curvas retóricas que hacen los redactores de la sentencia para establecer el fundamento del delito de sedición a partir de manifestaciones pacíficas (así lo acreditan las crónicas de los hechos del 20 de septiembre y del 1 de octubre del 2017) ponen de manifiesto que el enfoque penal de la crisis catalana es una salida forzada y en falso, que empeora el escenario y, de rebote, rebaja la calidad de la democracia española, como han notado varios juristas de prestigio; hoy, a la luz de la sentencia del procés , toda disidencia social y política en España tiene un perímetro de expresión más reducido, más frágil y más arbitrario.
 
El contencioso Catalunya-España es una herida que está más abierta que hace dos años. Descabezar el movimiento independentista no ha desmovilizado a los dos millones de personas que han abrazado esta idea, al contrario. ¿Se puede hacer política cuando la herida va supurando? Será muy complicado mientras la prisión para nueve personas proyecte su sombra diaria sobre cualquier decisión, discurso y gesto. El horizonte inmediato es la cronificación del conflicto, su enquistamiento, con oscilaciones más o menos perceptibles, a raíz de hechos previstos y circunstancias no contempladas, que se combinan siempre para dar lugar a episodios que permiten asegurar que la historia nunca se repite, aunque lo parezca.
 

Catalunya sufre una crisis de autoridad que no es exactamente lo mismo que una crisis de liderazgo


 
Estamos en el momento en que la herida más daño hace. Las marchas de gente pacífica hacia Barcelona demuestran que el independentismo tiene un arraigo social y una capacidad de resistencia que no pueden ser menospreciados por nadie. Por otra parte, los disturbios violentos que se han producido en varias ciudades demuestran que el independentismo debe vigilar, para que su carácter democrático no sea roto por dinámicas descontroladas que se girarían contra esta causa y la llevarían a la marginalidad de otras épocas. Que el independentismo esté en la calle y en el Govern exige un cuidado máximo de los responsables institucionales, y no sólo de los que dirigen los Mossos. Determinadas escenificaciones del president Torra ponen la presidencia en una contradicción insalvable, y erosionan la potencialidad de un cargo que, desde los tiempos de Macià, no es el de un simple jefe de gobierno.
 
Por debajo de la herida, Catalunya sufre una crisis de autoridad, que no es exactamente lo mismo que una crisis de liderazgo. Los líderes políticos y sociales del independentismo han sido encarcelados y están en el exilio, y eso ha obligado a madurar a toda prisa a una serie de dirigentes que formaban parte de la segunda o la tercera línea. Esta realidad es de gestión ingrata, pero sólo tangencialmente tiene relación con la otra. La crisis de autoridad proviene de la suma de factores varios como la crisis económica, la mala imagen de los partidos, la corrupción, el tacticismo, el populismo, el caso Pujol, las maneras de ciertas élites y el miedo a decir cosas que no sean bien recibidas por el gran público. El ascendiente de figuras populares muy especiales, como Pep Guardiola, por ejemplo, tapa esta ausencia con el espejismo de un efecto estimulador de la autoestima exprés. Pero la autoridad es otra cosa y no siempre resulta ni simpática ni atractiva. Este problema tiene poco que ver con aquella crisis de la autoridad de que hablaba Pla en 1924, excepto en un punto, secundario pero no menor, que hace pensar en nuestros días y en nuestras reyertas: “Los partidos, los movimientos, mueren del mal de la unanimidad y viven de la escisión”.
 
Un amigo me envía un mensaje de Telegram: “Navegar sin brújula ni cartas de navegación, cuando hay mal tiempo, lo hace muy difícil todo”. Resolver la crisis de autoridad implicaría volver a tener brújula y cartas marítimas, pero ahora estamos donde estamos. Sal en la herida, protestas y gestión de unas instituciones debilitadas desde fuera y desde dentro, con la repetición de debates que nos llevan hasta el límite de nuestras fábulas, allí donde –rodeado de espejos que nos desfiguran– nos espera el psicólogo para administrarnos algún remedio que nos permita dormir a pesar del ruido del helicóptero. Los nostálgicos de la Rosa de Foc juegan una partida de póquer con los taxidermistas de la falsa ruta , mientras los fantasmas de Cambó y Companys se pasean por detrás de los contenedores en llamas, que son diez veces menos que los que quemaron los chalecos amarillos en París, donde no hay crisis de autoridad.
 
Las heridas no se curan con el tiempo. Las heridas pueden gangrenarse y, entonces, llega la amputación inevitable. La amputación es justamente lo que produce más miedo en Madrid desde hace siglos, un temor que ha puesto en marcha una represalia que, como todas, hace mayor y más sangrante la herida. Paradoja suprema.

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