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Francesc-Marc Álvaro | Dormir, excluir, elegir
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21 nov 2019 Dormir, excluir, elegir

Ciertos insomnios plantean una pregunta al corazón de la democracia española. Cuando Pedro Sánchez confesó, el pasado septiembre, que “no dormiría por la noche” si su gobierno tuviera ministros de Podemos, estaba diciendo que hay partidos a los que se les permite presentarse a las elecciones generales siempre y cuando no pretendan gobernar. Estas palabras –que el líder del PSOE se ha tenido que comer– fueron mucho más que una reivindicación desesperada de la confortabilidad bipartidista. En realidad fueron un señalamiento impropio entre opciones democráticas, algo que nos lleva a la siguiente pregunta: ¿puede una democracia homologada del siglo XXI aceptar exclusiones que vulneran el sentido profundo de la voluntad popular y de la alternancia en el poder? Fíjense en que ahora no estoy hablando de un hipotético referéndum sobre Catalunya ni de la ley de Partidos que se aplicó en su día en Euskadi para prohibir unas candidaturas. Me estoy refiriendo a la distancia entre participar del juego democrático y tener posibilidades reales de acceder al gobierno con toda normalidad. No hace falta ser votante de Iglesias para ver que algo no funciona si se trata de etiquetar como una anomalía (o un escándalo o una amenaza) que haya ministros que se ubican a la izquierda del PSOE.
 

Desde una perspectiva catalana, resulta extraña la demonización del acuerdo PSOE-Unidas Podemos

 
Podemos no nació como partido testimonial o satélite, desde el primer día hizo explícita su voluntad de disputar espacio, votos y puestos institucionales al resto de las formaciones políticas, especialmente a los socialistas. El PCE y sus coaliciones continuadoras se convirtieron, durante años, en mera decoración en el Congreso, algo que los impulsores de Podemos tenían muy presente, justamente para evitarlo. Iglesias y su equipo se han venido representando como lo nuevo, la oferta capaz de decir y hacer lo que los socialistas ya no podían o no querían, en un contexto de crisis superpuestas, de cambio generacional y de descrédito de los políticos de siempre. A pesar de ciertas retóricas y estéticas estudiantiles iniciales, en Podemos tienen claro que el purismo de los principios es la tumba de todo partido que aspire a sentarse a la mesa de los mayores, de ahí que entre la poesía del 15-M y la prosa que ahora maneja la dirección podemita haya una distancia sideral; no lo refiero como demérito, es para recordar que la agenda del nuevo socio del PSOE no deja de ser reformista y pragmática, dentro de una socialdemocracia que se pretende más clara y robusta, acompañada de ciertas batallas culturales que –hagamos memoria– no son más complicadas ni menos necesarias que lo que representó la legalización del divorcio o la despenalización del aborto.
 
Desde una perspectiva catalana –que es la de quien firma estas líneas– resulta extraño –anacrónico, sobre todo– que ciertos políticos, ciertos dirigentes económicos y ciertos medios de Madrid traten de combatir el acuerdo PSOE-Unidas Podemos presentándolo como algo terriblemente pe­ligroso para las instituciones, la estabilidad y la democracia en general.
 
Algunos de estos críticos, por cierto, no levantaron mucho la voz ante los pactos forjados por el PP, Ciudadanos y Vox. En Catalunya hay otra mirada: será porque el PSUC tuvo un peso importante desde las primeras generales del 15 de junio de 1977 y porque muchos gobiernos municipales nacieron en 1979 de acuerdos entre socialistas y comunistas que la demonización de Podemos no cuela. La mayor parte de la opinión pública catalana es impermeable a este pánico prefabricado. Es cierto que en 1980, ante las primeras elecciones autonómicas, ciertas élites alimentaron el temor a un Govern social-comunista, algo que benefició a Jordi Pujol.
 
Pero a estas alturas, tras tantos años de pujolismo y tras dos tripartitos de izquierdas en la Generalitat, también tras décadas de gobiernos locales con el PSUC y luego ICV, los cuentos sobre “los rojos que se comen a los niños” son más que ridículos. Incluso los comunes de Ada Colau –en tantas cosas distintos de la muy responsable cultura política del PSUC– han acabado siendo menos antisistema de lo que parecía y de lo que ellos pretendían durante su primer mandato en el Ayuntamiento de Barcelona.
 
Indudablemente, para los entornos vigilantes del Madrid de las palancas del poder y la supuesta ortodoxia constitucional, hay un elemento en Podemos que lo convierte en más sospechoso todavía, y no es su agenda social y económica. Hablo, como han adivinado, del enfoque que el partido de Iglesias da a la crisis catalana, apostando por la negociación con los independentistas y sin excluir una consulta pactada, en la que ellos –siempre lo remarcan para evitar malentendidos– pedirían que los catalanes votaran no a la secesión.
 
Cabe inscribir la histeria desbocada de algunos –caso de Guerra, por ejemplo– contra un acuerdo Sánchez-Iglesias dentro de lo que Daniel Innerarity describe acertadamente como “envilecimiento del espacio público”.
 
Los que persisten en repetir “que viene el lobo” anhelan, tal vez, una democracia de cartón piedra en la que, al final, dé lo mismo elegir a uno que a otro.

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