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Francesc-Marc Álvaro | Saber irse
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06 dic 2019 Saber irse

Ceremonia religiosa de despedida de la madre de unos amigos. Son las cuatro de la tarde y ha cesado de llover hace un rato. Vamos llegando a la iglesia en pequeños grupos. El cielo tiene el color de cielo de papel de belén, desgastado y usado muchas veces. Antes de que comience el funeral, conversamos, nos abrazamos. Uno de los hijos, después de recibir mi pésame, dice: “Mamá se ha ido tranquila, feliz, sin sufrir”, y añade: “Mamá se ha ido muy bien”. Sonríe. Durante todo el oficio, pienso en esta expresión: “Mamá se ha ido muy bien”. No me lo puedo quitar de la cabeza. ¿Qué significa irse muy bien?
 
Hasta hace cuatro días, no me habría fijado en esta frase. Irse bien es mucho más que irse sin sufrimientos. Mucho más. No es un asunto relacionado sólo con el cuerpo, es un asunto del carácter. Del modo que me lo ha dicho, significa que Montserrat ha dicho adiós de la misma manera que ­vivió: serenamente, sin dramatismos, con humor, y con la elegancia natural y sencilla con que siempre se condujo. Todo eso se desprende de las palabras que un hijo y una nuera de la fallecida pronuncian ante los asistentes cuando empieza la ceremonia. Y de nuestra memoria: tenemos presentes algunos gestos de la persona que se va, trozos pequeños de una vida.
 

En la ceremonia, el cura puso un titular: “Estamos contentos de poder estar tristes”

 
Saber irse me parece, hoy, tan importante como saber estar. Cada uno se va como puede, me imagino. La voluntad aquí no tiene todas las palancas, claro está. Hay muchos condicionantes. El asunto de la muerte no siempre permite ejercicios de estilo, muchas veces el trompazo es tan fuerte que todo queda a merced de unas fuerzas que no podemos acabar de catalogar ni entender. Cuando la muerte llega con la lógica de las expectativas normales –los hijos entierran a los padres– es cuando hay más espacio para transformar el dolor en otra cosa. El cura, ayer, puso un titular: “Estamos contentos de poder estar tristes”. Explicó que esta frase no era suya, que la había oído a unas personas esa misma tarde, y que le había gustado. Un mosén, en estas circunstancias, no deja de ser un cronista perspicaz que capta lo que menos se ve.
 
¿Sabremos irnos, cuando llegue la hora? Cuesta decirlo, la verdad. Pero sería un buen objetivo trabajar, desde ahora mismo, para poder copiar un poco a los que pasan al otro lado discretamente, sin molestar mucho, sin hacer tuits ni selfies, y sin aprovechar para provocar disturbios entre los que se quedan. No sé si estamos a tiempo de ser personas de provecho, pero ­deberíamos intentar convertirnos en difuntos estimables.

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