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Francesc-Marc Álvaro | La guerra, tal cual
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06 feb 2020 La guerra, tal cual

No vemos nunca la retaguardia. Siempre estamos en primera línea de fuego o muy cerca. La premiada película 1917 , de Sam Mendes, es tan brillante en su planteamiento y ejecución técnica que algunos le niegan la capacidad de provocarnos de forma inteligente nuevas preguntas sobre la guerra. Además, algunos echan de menos esa crítica explícita al militarismo ciego que desarrolla un clásico como Senderos de gloria , de Stanley Kubrick. Mendes considera –y hace bien– que el espectador ya sabe de sobras que la guerra es, casi siempre, el resultado de una tóxica combinación de intereses oscuros, ­patriotismos agresivos, prejuicios irracionales y promesas fantasiosas. Por tanto, el que ve 1917 acompaña a los dos protago­nistas en un viaje por la guerra tal cual, con una exposición de hechos y de detalles tan eficaz que no necesita subrayados moralizantes ni nada parecido. La guerra es la guerra (es decir, una mierda) pero es también lo que no vemos. Ese fuera de campo que, a mi entender, es tan importante como el largo plano secuencia que organiza toda la narración.
 
Estamos en la nada, es decir, en el frente. Para el espectador, la experiencia es tan fascinante como agotadora. Y no hagan mucho caso de quienes les digan que esta película es como un videojuego: aquí, desde el primer momento, nadie puede considerarse un héroe, más bien un pringado. Las imágenes de Mendes conectan directamente con las mejores páginas escritas sobre la Primera Guerra Mundial por Ernst Jünger en Tempestades de acero . Permítanme la cita: “Durante la mañana el centinela del flanco izquierdo ha sido herido por un balazo que le ha atravesado las dos mejillas. La sangre salía a borbotones de la herida en gruesos chorros. Para que la desgracia fuera completa, hoy ha venido también a nuestro sector el alférez Von Ewald; quería hacer unas fotos de la zapa N, que queda a sólo cincuenta metros de distancia de nuestra trinchera. Al darse la vuelta para bajarse del apostadero, un proyectil le destrozó la nuca. Murió en el acto. En el apostadero quedaron grandes trozos de hueso de su cráneo. Además, un hombre recibió en un hombro un balazo de poca gravedad”.
 

Viendo ‘1917’ es inevitable pensar en lo que la Europa de hoy debe a esos campos repletos de jóvenes muertos

 
En la nada, aguardan la mala suerte, el enemigo y las ratas. Tal vez la suerte sea uno de los elementos que más nos inter­pelan en 1917 , mucho más que el miedo, la violencia, el tiempo o el sinsentido. Las preguntas sobre el absurdo de la destrucción desembocan en un cálculo imposible sobre la suerte que correrá cada cual. Gestionar esa suerte es lo más importante, tal vez lo único. Y detrás de la suerte –o más bien a su alrededor– está la memoria: todos serán recordados, no por lo que hicieron, simplemente porque estuvieron allí. La Primera Guerra Mundial democratiza la muerte y, por tanto, construye una memoria de los caídos que los poderes del Estado ponen al servicio de los vivos, con toda la pompa posible. El duelo nacional convierte en héroes a todos los que no regresan. Aparecen ­monumentos memoriales por doquier. Según el historiador Koselleck, “quizás pueda aventurarse el juicio de que todos los monumentos de la Primera Guerra Mundial se caracterizan por compensar la indefensión mediante el p athos . La muerte de cientos de miles en muy pocos kilómetros cuadrados de terreno por los que se pugnaba exige una fundamentación que difícilmente puede ser aportada por las imágenes y los conceptos tradicionales. El deseo de salvar continuidades o identidades, que fueron sobre todo destruidas por la muerte, nos conduce de un modo demasiado fácil al vacío”.
 
La modernidad de una guerra sin parangón hasta entonces y, por tanto, el vacío. El mapa de Europa cambiará tras la contienda, tanto como la mentalidad general. El vacío y la velocidad. Aparecerán nuevos estados mientras algunos viejos imperios se convertirán en polvo. Los que luchan ignoran todo eso, claro está. Ignoran también que, años después, otra guerra asolará el planeta, y que habrá esfuerzos por fijar una paz duradera. Es inevitable que el espectador piense en lo que debe la Europa de hoy a esos campos repletos de jóvenes muertos. Hagamos, ahora y aquí, nuestro pequeño homenaje a George Steiner, recientemente fallecido: “La historia europea ha sido una historia de largas marchas. Las tropas de Alejandro marcharon, es decir, caminaron desde la Grecia continental hasta las fronteras de India y del desierto de Libia”. En la película de Mendes, los protagonistas son soldados de las fuerzas británicas: me ahorro el preguntar si el Brexit forma parte o no de esas largas marchas.
 
Gaziel reportó magistralmente sobre el terreno, para La Vanguardia , esa guerra de trincheras a la que los periodistas, los políticos, los diplomáticos y los demás visitantes entraban y salían a la manera del personaje de Gila que llama por teléfono calzando casco bélico. Pero los que combatían no podían huir y debían asumir que no bastaba con sobrevivir a los obuses y al gas, que no bastaba con cumplir con la misión asignada. Eso indecible, que Mendes sugiere con gran economía narrativa, es lo que hace de 1917 una obra perdurable.

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