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Francesc-Marc Álvaro | Caceroladas y memoria
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23 mar 2020 Caceroladas y memoria

La crónica que publicó el jueves Enric Juliana lo explicaba muy bien: “Una hora más tarde –mientras hablaba Felipe VI por televisión–, cacerolada de gran impacto mediático en los barrios populares de todo el país en protesta por el comportamiento del rey emérito. Cacerolada atronadora en Barcelona y en el resto de Catalunya. Este es el mapa de España. La situación es muy seria”. Amigos de Andalucía, Asturias y el País Vasco me pasaron –la noche del mismo miércoles– imágenes de caceroladas de sus localidades, que no eran menos intensas que la que yo había escuchado desde casa. Después del discurso, la indignación no disminuyó, todo lo contrario, porque –como también recogía Juliana– el mensaje del jefe de Estado sobre la crisis del coronavirus se produjo “sin ninguna referencia a los serios problemas que en estos momentos afectan a la institución monárquica”. No hace falta ser Iván Redondo ni haber estudiado comunicación política para concluir que alguien no aconsejó bien al monarca. Estamos en el siglo XXI.
 
Es la segunda vez que ocurre, pero ahora es muy diferente, porque no es un asunto “sólo de catalanes” o “sólo de independentistas”. Quien no vea el cambio de perspectiva que rece a Santa Lucía. La noche del 3 de octubre del 2017, Felipe VI salió también por televisión para pronunciar un discurso sobre la situación creada a raíz del referéndum unilateral de independencia; esa jornada, muchos catalanes –también notables monárquicos barceloneses– se pusieron las manos en la cabeza y pensaron que en la Zarzuela habían perdido una oportunidad. Aquello marcó un antes y un después, las encuestas son elocuentes cuando se pregunta a los catalanes sobre la Corona.
 

La clave de bóveda de la teoría del cortafuegos es la memoria de la indignación ciudadana

 
Hoy, el cambio de escala es evidente: la crisis que rodea al jefe del Estado no es ya un asunto catalán. El discurso del miércoles fue incomprensible para muchos ciudadanos de toda España, indignados con episodios poco claros vinculados a Juan Carlos I, casos que la Fiscalía Anticorrupción puede acabar persiguiendo. La teoría del cortafuegos reputacional apunta que las decisiones de Felipe VI sobre su padre aseguran la continuidad de la institución y demuestran su ejemplaridad. Pero el cortafuegos sólo puede funcionar –eso no se remarca lo bastante– con transparencia máxima, y eso significa –sobre todo– luz y taquígrafos en las Cortes. Como ha escrito Évole, cuando pase la pandemia “nos tendremos que enfrentar a una verdad incómoda”.
 
La clave de bóveda de la teoría del cortafuegos es la memoria de la indignación ciudadana. Con el olvido, todo se perdona. No sabemos qué ocurrirá dentro de unos meses, cuando –como todos esperamos– el Covid-19 sea una prueba superada y volvamos a la vida más o menos normal. ¿Los españoles que han hecho sonar las cacerolas continuarán enfadados con la monarquía o habrán olvidado todo este show? ¿La memoria de este malestar será débil o será fuerte? Nadie lo sabe. En política los experimentos se hacen en la realidad. Todo es una apuesta, nada más. Y para ganar hay que tener suerte, pero también buenas cartas.

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